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<strong>Cien</strong> <strong>años</strong> <strong>de</strong> <strong>soledad</strong><br />
Gabriel <strong>García</strong> <strong>Márquez</strong><br />
tiempo no pasaba, como ella lo acababa <strong>de</strong> admitir, sino que daba vueltas en redondo. Pero<br />
tampoco entonces le dio una oportunidad a la resignación. Regañó a José Arcadio Segundo como<br />
si fuera un niño, y se empeñó en que se bañara y se afeitara y le prestara su fuerza para acabar<br />
<strong>de</strong> restaurar casa. La simple i<strong>de</strong>a <strong>de</strong> abandonar el cuarto que le había proporcionado la paz,<br />
aterrorizó a José Arcadio Segundo. Gritó que no había po<strong>de</strong>r humano capaz <strong>de</strong> hacerlo salir,<br />
porque no quería ver el tren <strong>de</strong> doscientos vagones cargados <strong>de</strong> muertos que cada atar<strong>de</strong>cer<br />
partía <strong>de</strong> Macondo hacia el mar. «Son todos los que estaban en la estación -gritaba-. Tres mil<br />
cuatrocientos ocho.» Sólo entonces comprendió Úrsula que él estaba en un mundo <strong>de</strong> tinieblas<br />
más impenetrable que el suyo, tan infranqueable y solitario como el <strong>de</strong>l bisabuelo. Lo <strong>de</strong>jó en el<br />
cuarto, pero consiguió que no volvieran a poner el candado, que hicieran la limpieza todos los<br />
días, que tiraran las bacinillas a la basura y sólo <strong>de</strong>jaran una, y que mantuvieran a José Arcadio<br />
Segundo tan limpio y presentable como estuvo el bisabuelo en su largo cautiverio bajo el castaño.<br />
Al principio, Fernanda interpretaba aquel ajetreo como un acceso <strong>de</strong> locura senil, y a duras penas<br />
reprimía la exasperación. Pero José Arcadio le anunció por esa época <strong>de</strong>s<strong>de</strong> Roma que pensaba ir<br />
a Macondo antes <strong>de</strong> hacer los votos perpetuos, y la buena noticia le infundió tal entusiasmo, que<br />
<strong>de</strong> la noche a la mañana se encontró regando las flores cuatro veces al día para que su hijo no<br />
fuera a formarse una mala impresión <strong>de</strong> la casa. Fue ese mismo incentivo el que la indujo a<br />
apresurar su correspon<strong>de</strong>ncia con los médicos invisibles, y a reponer en el corredor las macetas<br />
<strong>de</strong> helechos y orégano, y los tiestos <strong>de</strong> begonias, mucho antes <strong>de</strong> que Úrsula se enterara <strong>de</strong> que<br />
habían sido <strong>de</strong>struidos por la furia exterminadora <strong>de</strong> Aureliano Segundo. Más tar<strong>de</strong> vendió el<br />
servicio <strong>de</strong> plata, y compró vajillas <strong>de</strong> cerámica, soperas y cucharones <strong>de</strong> peltre y cubiertos <strong>de</strong><br />
alpaca, y empobreció con ellos las alacenas acostumbradas a la loza <strong>de</strong> la Compañía <strong>de</strong> Indias y<br />
la cristalería <strong>de</strong> Bohemia. Úrsula trataba <strong>de</strong> ir siempre más lejos. «Que abran puertas y ventanas<br />
-gritaba-. Que hagan carne y pescado, que compren las tortugas más gran<strong>de</strong>s, que vengan los<br />
forasteros a ten<strong>de</strong>r sus petates en los rincones y a orinarse en los rosales, que se sienten a la<br />
mesa a comer cuantas veces quieran, y que eructen y <strong>de</strong>spotriquen y lo embarren todo con sus<br />
botas, y que hagan con nosotros lo que les dé la gana, porque esa es la única manera <strong>de</strong><br />
espantar la ruina.» Pero era una ilusión vana. Estaba ya <strong>de</strong>masiado vieja y viviendo <strong>de</strong> sobra<br />
para repetir el milagro <strong>de</strong> los animalitos <strong>de</strong> caramelo, y ninguno <strong>de</strong> sus <strong>de</strong>scendientes había<br />
heredado su fortaleza. La casa continuó cerrada por or<strong>de</strong>n <strong>de</strong> Fernanda.<br />
Aureliano Segundo, que había vuelto a llevarse sus baúles a casa <strong>de</strong> Petra Cotes, disponía<br />
apenas <strong>de</strong> los medios para que la familia no se muriera <strong>de</strong> hambre. Con la rifa <strong>de</strong> la mula, Petra<br />
Cotes y él habían comprado otros animales, con los cuales consiguieron en<strong>de</strong>rezar un<br />
rudimentario negocio <strong>de</strong> lotería. Aureliano Segundo andaba <strong>de</strong> casa en casa, ofreciendo los<br />
billetitos que él mismo pintaba con tintas <strong>de</strong> colores para hacerlos más atractivos y convincentes,<br />
y acaso no se daba cuenta <strong>de</strong> que muchos se los compraban por gratitud, y la mayoría por<br />
compasión. Sin embargo, aun los más piadosos compradores adquirían la oportunidad <strong>de</strong> ganarse<br />
un cerdo por veinte centavos o una novilla por treinta y dos, y se entusiasmaban tanto con la<br />
esperanza, que la noche <strong>de</strong>l martes <strong>de</strong>sbordaban el patio <strong>de</strong> Petra Cotes esperando el momento<br />
en que un niño escogido al azar sacara <strong>de</strong> la bolsa el número premiado. Aquello no tardó en<br />
convertirse en una feria semanal, pues <strong>de</strong>s<strong>de</strong> el atar<strong>de</strong>cer se instalaban en el patio mesas <strong>de</strong><br />
fritangas y puestos <strong>de</strong> bebidas, y muchos <strong>de</strong> los favorecidos sacrificaban allí mismo el animal<br />
ganado con la condición <strong>de</strong> que otros pusieran la música y el aguardiente, <strong>de</strong> modo que sin<br />
haberlo <strong>de</strong>seado Aureliano Segundo se encontró <strong>de</strong> pronto tocando otra vez el acor<strong>de</strong>ón y<br />
participando en mo<strong>de</strong>stos torneos <strong>de</strong> voracidad. Estas humil<strong>de</strong>s réplicas <strong>de</strong> las parrandas <strong>de</strong> otros<br />
días, sirvieron para que el propio Aureliano Segundo <strong>de</strong>scubriera cuánto habían <strong>de</strong>caído sus<br />
ánimos y hasta qué punto se había secado su ingenio <strong>de</strong> cumbiambero magistral. Era un hombre<br />
cambiado. Los ciento veinte kilos que llegó a tener en la época en que lo <strong>de</strong>safió La Elefanta se<br />
habían reducido a setenta y ocho; la candorosa y abotagada cara <strong>de</strong> tortuga se le había vuelto <strong>de</strong><br />
iguana, y siempre andaba cerca <strong>de</strong>l aburrimiento y el cansancio. Para Petra Cotes, sin embargo,<br />
nunca fue mejor hombre que entonces, tal vez porque confundía con el amor la compasión que él<br />
le inspiraba, y el sentimiento <strong>de</strong> solidaridad que en ambos había <strong>de</strong>spertado la miseria. La cama<br />
<strong>de</strong>smantelada <strong>de</strong>jó <strong>de</strong> ser lugar <strong>de</strong> <strong>de</strong>safueros y se convirtió en refugio <strong>de</strong> confi<strong>de</strong>ncias. Liberados<br />
<strong>de</strong> los espejos repetidores que habían rematado para comprar animales <strong>de</strong> rifa, y <strong>de</strong> los<br />
damascos y terciopelos concupiscentes que se había comido la mula, se quedaban <strong>de</strong>spiertos<br />
hasta muy tar<strong>de</strong> con la inocencia <strong>de</strong> dos abuelos <strong>de</strong>svelados, aprovechando para sacar cuentas y<br />
trasponer centavos el tiempo que antes malgastaban en malgastarse. A veces los sorprendían los<br />
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