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García Márquez - Cien años de soledad

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<strong>Cien</strong> <strong>años</strong> <strong>de</strong> <strong>soledad</strong><br />

Gabriel <strong>García</strong> <strong>Márquez</strong><br />

pueblo quería oír hablar <strong>de</strong> las rifas <strong>de</strong> conejos, sintió un estruendo en la pared <strong>de</strong>l patio. «No te<br />

asustes -dijo Petra Cotes-. Son los conejos.» No pudieron dormir más, atormentados por el<br />

tráfago <strong>de</strong> los animales. Al amanecer, Aureliano Segundo abrió la puerta y vio el patio empedrado<br />

<strong>de</strong> conejos, azules en el resplandor <strong>de</strong>l alba. Petra Cotes, muerta <strong>de</strong> risa, no resistió la tentación<br />

<strong>de</strong> hacerle una broma.<br />

-Estos son los que nacieron anoche -dijo.<br />

-¡Qué horror! -dijo él-. ¿Por qué no pruebas con vacas? Pocos días <strong>de</strong>spués, tratando <strong>de</strong><br />

<strong>de</strong>sahogar su patio, Petra Cotes cambió los conejos por una vaca, que dos meses más tar<strong>de</strong> parió<br />

trillizos. Así empezaron las cosas. De la noche a la mañana, Aureliano Segundo se hizo dueño <strong>de</strong><br />

tierras y ganados, y apenas si tenía tiempo <strong>de</strong> ensanchar las caballerizas y pocilgas <strong>de</strong>sbordadas.<br />

Era una prosperidad <strong>de</strong> <strong>de</strong>lirio que a él mismo le causaba risa, y no podía menos que asumir actitu<strong>de</strong>s<br />

extravagantes para <strong>de</strong>scargar su buen humor. «Apártense, vacas, que la vida es corta»,<br />

gritaba. Úrsula se preguntaba en qué enredos se había metido, si no estaría robando, si no había<br />

terminado por volverse cuatrero, y cada vez que lo veía <strong>de</strong>stapando champaña por el puro placer<br />

<strong>de</strong> echarse la espuma en la cabeza, le reprochaba a gritos el <strong>de</strong>sperdicio. Lo molestó tanto, que<br />

un día en que Aureliano Segundo amaneció con el humor rebosado, apareció con un cajón <strong>de</strong><br />

dinero, una lata <strong>de</strong> engrudo y una brocha, y cantando a voz en cuello las viejas canciones <strong>de</strong><br />

Francisco el Hombre, empapeló la casa por <strong>de</strong>ntro y por fuera, y <strong>de</strong> arriba abajo, con billetes <strong>de</strong> a<br />

peso. La antigua mansión, pintada <strong>de</strong> blanco <strong>de</strong>s<strong>de</strong> los tiempos en que llevaron la pianola,<br />

adquirió el aspecto equivoco <strong>de</strong> una mezquita. En medio <strong>de</strong>l alboroto <strong>de</strong> la familia, <strong>de</strong>l escándalo<br />

<strong>de</strong> Úrsula, <strong>de</strong>l júbilo <strong>de</strong>l pueblo que abarrotó la calle para presenciar la glorificación <strong>de</strong>l<br />

<strong>de</strong>spilfarro, Aureliano Segundo terminó por empapelar <strong>de</strong>s<strong>de</strong> la fachada hasta la cocina, inclusive<br />

los b<strong>años</strong> y dormitorios y arrojó los billetes sobrantes en el patio.<br />

-Ahora -dijo finalmente- espero que nadie en esta casa me vuelva a hablar <strong>de</strong> plata.<br />

Así fue. Úrsula hizo quitar los billetes adheridos a las gran<strong>de</strong>s tortas <strong>de</strong> cal, y volvió a pintar la<br />

casa <strong>de</strong> blanco. «Dios mío -suplicaba-. Haznos tan pobres como éramos cuando fundamos este<br />

pueblo, no sea que en la otra vida nos vayas a cobrar esta dilapidación.» Sus súplicas fueron<br />

escuchadas en sentido contrario. En efecto, uno <strong>de</strong> los trabajadores que <strong>de</strong>sprendía los billetes<br />

tropezó por <strong>de</strong>scuido con un enorme San José <strong>de</strong> yeso que alguien había <strong>de</strong>jado en la casa en los<br />

últimos <strong>años</strong> <strong>de</strong> la guerra, y la imagen hueca se <strong>de</strong>spedazó contra el suelo. Estaba atiborrada <strong>de</strong><br />

monedas <strong>de</strong> oro. Nadie recordaba quién había llevado aquel santo <strong>de</strong> tamaño natural. «Lo<br />

trajeron tres hombres -explicó Amaranta-. Me pidieron que lo guardáramos mientras pasaba la<br />

lluvia, y yo les dije que lo pusieran ahí, en el rincón, don<strong>de</strong> nadie fuera a tropezar con él, y ahí lo<br />

pusieron con mucho cuidado, y ahí ha estado <strong>de</strong>s<strong>de</strong> entonces, porque nunca volvieron a<br />

buscarlo.» En los últimos tiempos, Ursula le había puesto velas y se había postrado ante él, sin<br />

sospechar que en lugar <strong>de</strong> un santo estaba adorando casi doscientos kilogramos <strong>de</strong> oro. La tardía<br />

comprobación <strong>de</strong> su involuntario paganismo agravó su <strong>de</strong>sconsuelo. Escupió el espectacular<br />

montón <strong>de</strong> monedas, lo metió en tres sacos <strong>de</strong> lona, y lo enterró en un lugar secreto, en espera<br />

<strong>de</strong> que tar<strong>de</strong> o temprano los tres <strong>de</strong>sconocidos fueran a reclamaría. Mucho <strong>de</strong>spués, en los <strong>años</strong><br />

difíciles <strong>de</strong> su <strong>de</strong>crepitud, Úrsula solía intervenir en las conversaciones <strong>de</strong> los numerosos viajeros<br />

que entonces pasaban por la casa, y les preguntaba si durante la guerra no habían <strong>de</strong>jado allí un<br />

San José <strong>de</strong> yeso para que lo guardaran mientras pasaba la lluvia.<br />

Estas cosas, que tanto consternaban a Úrsula, eran corrientes en aquel tiempo. Macondo<br />

naufragaba en una prosperidad <strong>de</strong> milagro. Las casas <strong>de</strong> barro y cañabrava <strong>de</strong> los fundadores<br />

habían sido reemplazadas por construcciones <strong>de</strong> ladrillo, con persianas <strong>de</strong> ma<strong>de</strong>ra y pisos <strong>de</strong><br />

cemento, que hacían más lleva<strong>de</strong>ro el calor sofocante <strong>de</strong> las dos <strong>de</strong> la tar<strong>de</strong>. De la antigua al<strong>de</strong>a<br />

<strong>de</strong> José Arcadio Buendía sólo quedaban entonces los almendros polvorientos <strong>de</strong>stinados a resistir<br />

a las circunstancias más arduas y el río <strong>de</strong> aguas diáfanas cuyas piedras prehistóricas fueron<br />

pulverizadas por las enloquecidas almá<strong>de</strong>nas <strong>de</strong> José Arcadio Segundo, cuando se empeñó en<br />

<strong>de</strong>spejar el cauce para establecer un servicio <strong>de</strong> navegación. Fue un sueño <strong>de</strong>lirante, comparable<br />

apenas a los <strong>de</strong> su bisabuelo, porque el lecho pedregoso y los numerosos tropiezos <strong>de</strong> la corriente<br />

impedían el tránsito <strong>de</strong>s<strong>de</strong> Macondo hasta el mar. Pero José Arcadio Segundo, en un imprevisto<br />

arranque <strong>de</strong> temeridad, se empecinó en el proyecto. Hasta entonces no había dado ninguna<br />

muestra <strong>de</strong> imaginación. Salvo su precaria aventura con Petra Cotes, nunca se le había conocido<br />

mujer. Úrsula lo tenía como el ejemplar más apagado que había dado la familia en toda su<br />

historia, incapaz <strong>de</strong> <strong>de</strong>stacarse ni siquiera como alborotador <strong>de</strong> galleras, cuando el coronel<br />

Aureliano Buendía le contó la historia <strong>de</strong>l galeón español encallado a doce kilómetros <strong>de</strong>l mar,<br />

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