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García Márquez - Cien años de soledad

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<strong>Cien</strong> <strong>años</strong> <strong>de</strong> <strong>soledad</strong><br />

Gabriel <strong>García</strong> <strong>Márquez</strong><br />

XX<br />

Pilar Ternera murió en el mecedor <strong>de</strong> bejuco, una noche <strong>de</strong> fiesta, vigilando la entrada <strong>de</strong> su<br />

paraíso. De acuerdo con su última voluntad, la enterraron sin ataúd, sentada en el mecedor que<br />

ocho hombres bajaron con cabuyas en un hueco enorme, excavado en el centro <strong>de</strong> la pista <strong>de</strong><br />

baile. Las mulatas vestidas <strong>de</strong> negro, pálidas <strong>de</strong> llanto, improvisaban oficios <strong>de</strong> tinieblas mientras<br />

se quitaban los aretes, los pren<strong>de</strong>dores y las sortijas, y los iban echando en la fosa, antes <strong>de</strong> que<br />

la sellaran con una lápida sin nombre ni fechas y le pusieran encima un promontorio <strong>de</strong> camelias<br />

amazónicas. Después <strong>de</strong> envenenar a los animales, clausuraron puertas y ventanas con ladrillos y<br />

argamasa, y se dispersaron por el mundo con sus baúles <strong>de</strong> ma<strong>de</strong>ra, tapizados por <strong>de</strong>ntro con<br />

estampas <strong>de</strong> santos, cromos <strong>de</strong> revistas y retratos <strong>de</strong> novios efímeros, remotos y fantásticos, que<br />

cagaban diamantes, o se comían a los caníbales, o eran coronados reyes <strong>de</strong> barajas en altamar.<br />

Era el final. En la tumba <strong>de</strong> Pilar Ternera, entre salmos y abalorios <strong>de</strong> putas, se pudrían los<br />

escombros <strong>de</strong>l pasado, los pocos que quedaban <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> que el sabio catalán remató la librería<br />

y regresó a la al<strong>de</strong>a mediterránea don<strong>de</strong> había nacido, <strong>de</strong>rrotado por la nostalgia <strong>de</strong> una<br />

primavera tenaz. Nadie hubiera podido presentir su <strong>de</strong>cisión. Había llegado a Macondo en el<br />

esplendor <strong>de</strong> la compañía bananera, huyendo <strong>de</strong> una <strong>de</strong> tantas guerras, y no se le había ocurrido<br />

nada más práctico que instalar aquella librería <strong>de</strong> incunables y ediciones originales en varios<br />

idiomas, que los clientes casuales bojeaban con recelo, como si fueran libros <strong>de</strong> muladar,<br />

mientras esperaban el turno para que les interpretaran los sueños en la casa <strong>de</strong> enfrente. Estuvo<br />

media vida en la calurosa trastienda, garrapateando su escritura preciosista en tinta violeta y en<br />

hojas que arrancaba <strong>de</strong> cua<strong>de</strong>rnos escolares, sin que nadie supiera a ciencia cierta qué era lo que<br />

escribía. Cuando Aureliano lo conoció tenía dos cajones llenos <strong>de</strong> aquellas páginas abigarradas<br />

que <strong>de</strong> algún modo hacían pensar en los pergaminos <strong>de</strong> Melquía<strong>de</strong>s, y <strong>de</strong>s<strong>de</strong> entonces hasta<br />

cuando se fue había llenado un tercero, así que era razonable pensar que no había hecho nada<br />

más durante su permanencia en Macondo. Las únicas personas con quienes se relacionó fueron<br />

los cuatro amigos, a quienes les cambió por libros los trompos y las cometas, y los puso a leer a<br />

Séneca y a Ovidio cuando todavía estaban en la escuela primaria. Trataba a los clásicos con una<br />

familiaridad casera, como si todos hubieran sido en alguna época sus compañeros <strong>de</strong> cuarto, y<br />

sabia muchas cosas que simplemente no se <strong>de</strong>bían saber, como que San Agustín usaba <strong>de</strong>bajo<br />

<strong>de</strong>l hábito un jubón <strong>de</strong> lana que no se quitó en catorce <strong>años</strong>, y que Arnaldo <strong>de</strong> Vilanova, el<br />

nigromante, se volvió impotente <strong>de</strong>s<strong>de</strong> niño por una mor<strong>de</strong>dura <strong>de</strong> alacrán. Su fervor por la<br />

palabra escrita era una urdimbre <strong>de</strong> respeto solemne e irreverencia comadrera. Ni sus propios<br />

manuscritos estaban a salvo <strong>de</strong> esa dualidad. Habiendo aprendido el catalán para traducirlos,<br />

Alfonso se metió un rollo <strong>de</strong> páginas en los bolsillos, que siempre tenía llenos <strong>de</strong> recortes <strong>de</strong><br />

periódicos y manuales <strong>de</strong> oficios raros, y una noche los perdió en la casa <strong>de</strong> las muchachitas que<br />

se acostaban por hambre. Cuando el abuelo sabio se enteró, en vez <strong>de</strong> hacerle el escándalo<br />

temido comentó muerto <strong>de</strong> risa que aquel era el <strong>de</strong>stino natural <strong>de</strong> la literatura. En cambio, no<br />

hubo po<strong>de</strong>r humano capaz <strong>de</strong> persuadirlo <strong>de</strong> que no se llevara los tres cajones cuando regresó a<br />

su al<strong>de</strong>a natal, y se soltó en improperios cartagineses contra los inspectores <strong>de</strong>l ferrocarril que<br />

trataban <strong>de</strong> mandarlos como carga, hasta que consiguió quedarse con ellos en el vagón <strong>de</strong><br />

pasajeros. «El mundo habrá acabado <strong>de</strong> jo<strong>de</strong>rse -dijo entonces- el día en que los hombres viajen<br />

en primera clase y la literatura en el vagón <strong>de</strong> carga.» Eso fue lo último que se le oyó <strong>de</strong>cir. Había<br />

pasado una semana negra con los preparativos finales <strong>de</strong>l viaje, porque a medida que se aproximaba<br />

la hora se le iba <strong>de</strong>scomponiendo el humor, y se le traspapelaban las intenciones, y las<br />

cosas que ponía en un lugar aparecían en otro, asediado por los mismos duen<strong>de</strong>s que atormentaban<br />

a Fernanda.<br />

-Collons -mal<strong>de</strong>cía-. Me cago en el canon 27 <strong>de</strong>l sínodo <strong>de</strong> Londres.<br />

Germán y Aureliano se hicieron cargo <strong>de</strong> él. Lo auxiliaron como a un niño, le prendieron los<br />

pasajes y los documentos migratorios en los bolsillos con alfileres <strong>de</strong> nodriza, le hicieron una lista<br />

pormenorizada <strong>de</strong> lo que <strong>de</strong>bía hacer <strong>de</strong>s<strong>de</strong> que saliera <strong>de</strong> Macondo hasta que <strong>de</strong>sembarcara en<br />

Barcelona, pero <strong>de</strong> todos modos echó a la basura sin darse cuenta un pantalón con la mitad <strong>de</strong> su<br />

dinero. La víspera <strong>de</strong>l viaje, <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> clavetear los cajones y meter la ropa en la misma maleta<br />

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