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García Márquez - Cien años de soledad

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<strong>Cien</strong> <strong>años</strong> <strong>de</strong> <strong>soledad</strong><br />

Gabriel <strong>García</strong> <strong>Márquez</strong><br />

gusten las películas tendrá por lo menos una ocasión <strong>de</strong> respirar aire puro.» Pero no tardó en<br />

darse cuenta <strong>de</strong> que él era tan insensible a sus súplicas como hubiera podido serlo el coronel, y<br />

que estaban acorazados por la misma impermeabilidad a los afectos. Aunque nunca supo, ni lo<br />

supo nadie, <strong>de</strong> qué hablaban en los prolongados encierros <strong>de</strong>l taller, entendió que fueran ellos los<br />

únicos miembros <strong>de</strong> la familia que parecían vinculados por las afinida<strong>de</strong>s.<br />

La verdad es que ni José Arcadio Segundo hubiera podido sacar al coronel <strong>de</strong> su encierro. La<br />

invasión escolar había rebasado los límites <strong>de</strong> su paciencia. Con el pretexto <strong>de</strong> que el dormitorio<br />

nupcial estaba a merced <strong>de</strong> las polillas a pesar <strong>de</strong> la <strong>de</strong>strucción <strong>de</strong> las apetitosas muñecas <strong>de</strong><br />

Remedios, colgó una hamaca en el taller, y entonces lo abandonó solamente para ir al patio a<br />

hacer sus necesida<strong>de</strong>s. Úrsula no conseguía hilvanar con él una conversación trivial. Sabía que no<br />

miraba los platos <strong>de</strong> comida, sino que los ponía en un extremo <strong>de</strong>l mesón mientras terminaba el<br />

pescadito, y no le importaba si la sopa se llenaba <strong>de</strong> nata y se enfriaba la carne. Se endureció<br />

cada vez más <strong>de</strong>s<strong>de</strong> que el coronel Gerineldo <strong>Márquez</strong> se negó a secundario en una guerra senil.<br />

Se encerró con tranca <strong>de</strong>ntro <strong>de</strong> sí mismo, y la familia terminó por pensar en él como si hubiera<br />

muerto. No se le volvió a ver una reacción humana, hasta un once <strong>de</strong> octubre en que salió a la<br />

puerta <strong>de</strong> la calle para ver el <strong>de</strong>sfile <strong>de</strong> un circo. Aquella había sido para el coronel Aureliano<br />

Buendía una jornada igual a todas las <strong>de</strong> sus últimos <strong>años</strong>. A las cinco <strong>de</strong> la madrugada lo<br />

<strong>de</strong>spertó el alboroto <strong>de</strong> los sapos y los grillos en el exterior <strong>de</strong>l muro. La llovizna persistía <strong>de</strong>s<strong>de</strong><br />

el sábado, y él no hubiera tenido necesidad <strong>de</strong> oír su minucioso cuchicheo en las hojas <strong>de</strong>l jardín,<br />

porque <strong>de</strong> todos modos lo hubiera sentido en el frío <strong>de</strong> los huesos. Estaba, como siempre,<br />

arropado con la manta <strong>de</strong> lana, y con los largos calzoncillos <strong>de</strong> algodón crudo que seguía usando<br />

por comodidad, aunque a causa <strong>de</strong> su polvoriento anacronismo él mismo los llamaba «calzoncillos<br />

<strong>de</strong> godo». Se puso los pantalones estrechos, pero no se cerró las presillas ni se puso en el cuello<br />

<strong>de</strong> la camisa el botón <strong>de</strong> oro que usaba siempre, porque tenía el propósito <strong>de</strong> darse un baño.<br />

Luego se puso la manta en la cabeza, como un capirote, se peinó con los <strong>de</strong>dos el bigote<br />

chorreado, y fue a orinar en el patio. Faltaba tanto para que saliera el sol que José Arcadio<br />

Buendía dormitaba todavía bajo el cobertizo <strong>de</strong> palmas podridas por la llovizna. Él no lo vio, como<br />

no lo había visto nunca, ni oyó la frase incomprensible que le dirigió el espectro <strong>de</strong> su padre<br />

cuando <strong>de</strong>spertó sobresaltado por el chorro <strong>de</strong> orín caliente que le salpicaba los zapatos. Dejó el<br />

baño para más tar<strong>de</strong>, no por el frío y la humedad, sino por la niebla opresiva <strong>de</strong> octubre. De<br />

regreso al taller percibió el olor <strong>de</strong> pabilo <strong>de</strong> los fogones que estaba encendiendo Santa Sofía <strong>de</strong><br />

la Piedad, y esperó en la cocina a que hirviera el café para llevarse su tazón sin azúcar. Santa<br />

Sofía <strong>de</strong> la Piedad le preguntó, como todas las mañanas, en qué día <strong>de</strong> la semana estaban, y él<br />

contestó que era martes, once <strong>de</strong> octubre. Viendo a la impávida mujer dorada por el resplandor<br />

<strong>de</strong>l fuego, que ni en ese ni en ningún otro instante <strong>de</strong> su vida parecía existir por completo,<br />

recordó <strong>de</strong> pronto que un once <strong>de</strong> octubre, en plena guerra, lo <strong>de</strong>spertó la certidumbre brutal <strong>de</strong><br />

que la mujer con quien había dormido estaba muerta. Lo estaba, en realidad, y no olvidaba la<br />

fecha porque también ella le había preguntado una hora antes en qué día estaban. A pesar <strong>de</strong> la<br />

evocación, tampoco esta vez tuvo conciencia <strong>de</strong> hasta qué punto lo habían abandonado los<br />

presagios, y mientras hervía el café siguió pensando por pura curiosidad, pero sin el más<br />

insignificante riesgo <strong>de</strong> nostalgia, en la mujer cuyo nombre no conoció nunca, y cuyo rostro no<br />

vio con vida porque había llegado hasta su hamaca tropezando en la oscuridad. Sin embargo, en<br />

el vacío <strong>de</strong> tantas mujeres como llegaron a su vida en igual forma, no recordó que fue ella la que<br />

en el <strong>de</strong>lirio <strong>de</strong>l primer encuentro estaba a punto <strong>de</strong> naufragar en sus propias lágrimas, y apenas<br />

una hora antes <strong>de</strong> morir había jurado amarlo hasta la muerte. No volvió a pensar en ella, ni en<br />

ninguna otra, <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> que entró al taller con la taza humeante, y encendió la luz para contar<br />

los pescaditos <strong>de</strong> oro que guardaba en un tarro <strong>de</strong> lata. Había diecisiete. Des<strong>de</strong> que <strong>de</strong>cidió no<br />

ven<strong>de</strong>rlos, seguía fabricando dos pescaditos al día, y cuando completaba veinticinco volvía a<br />

fundirlos en el crisol para empezar a hacerlos <strong>de</strong> nuevo. Trabajó toda la mañana absorto, sin<br />

pensar en nada, sin darse cuenta <strong>de</strong> que a las diez arreció la lluvia y alguien pasó frente al taller<br />

gritando que cerraran las puertas para que no se inundara la casa. y sin darse cuenta ni siquiera<br />

<strong>de</strong> sí mismo hasta que Úrsula entró con el almuerzo y apagó la luz.<br />

-¡Qué lluvia! -dijo Úrsula.<br />

-Octubre -dijo él.<br />

Al <strong>de</strong>cirlo, no levantó la vista <strong>de</strong>l primer pescadito <strong>de</strong>l día, porque estaba engastando los rubíes<br />

<strong>de</strong> los ojos. Sólo cuando lo terminó y lo puso con los otros en el tarro, empezó a tomar la sopa.<br />

Luego se comió, muy <strong>de</strong>spacio, el pedazo <strong>de</strong> carne guisada con cebolla, el arroz blanco y las<br />

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