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García Márquez - Cien años de soledad

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<strong>Cien</strong> <strong>años</strong> <strong>de</strong> <strong>soledad</strong><br />

Gabriel <strong>García</strong> <strong>Márquez</strong><br />

hecho ilusiones con el resto <strong>de</strong> la familia, pero <strong>de</strong> todos modos tenía <strong>de</strong>recho a esperar un poco<br />

<strong>de</strong> más consi<strong>de</strong>ración <strong>de</strong> parto do su esposo, puesto que bien o mal era su cónyuge <strong>de</strong><br />

sacramento, su autor, su legítimo perjudicador, que se echó encima por voluntad libre y soberana<br />

la grave responsabilidad <strong>de</strong> sacarla <strong>de</strong>l solar paterno, don<strong>de</strong> nunca se privé ni se dolió <strong>de</strong> nada,<br />

don<strong>de</strong> tejía palmas fúnebres por gusto <strong>de</strong> entretenimiento, puesto que su padrino había mandado<br />

una carta con su firma y el sello <strong>de</strong> su anillo impreso en el lacre, sólo para <strong>de</strong>cir que las manos <strong>de</strong><br />

su ahijada no estaban hechas para menesteres <strong>de</strong> este mundo, como no fuera tocar el clavicordio<br />

y, sin embargo, el insensato <strong>de</strong> su marido la había sacado <strong>de</strong> su casa con todas las admoniciones<br />

y advertencias y la había llevado a aquella paila <strong>de</strong> infierno don<strong>de</strong> no se podía respirar <strong>de</strong> calor, y<br />

antes <strong>de</strong> que ella acabara <strong>de</strong> guardar sus dietas <strong>de</strong> Pentecostés ya se había ido con sus baúles<br />

trashumantes y su acor<strong>de</strong>ón <strong>de</strong> perdulario a holgar en adulterio con una <strong>de</strong>sdichada a quien<br />

bastaba con verle las nalgas, bueno, ya estaba dicho, a quien bastaba con verle menear las<br />

nalgas <strong>de</strong> potranca para adivinar que era una, que era una, todo lo contrario <strong>de</strong> ella, que era una<br />

dama en el palacio o en la pocilga, en la mesa o en la cama, una dama <strong>de</strong> nación, temerosa <strong>de</strong><br />

Dios, obediente <strong>de</strong> sus leyes y sumisa a su <strong>de</strong>signio, y con quien no podía hacer, por supuesto,<br />

las maromas y vagabundinas que hacía con la otra, que por supuesto se prestaba a todo, como<br />

las matronas francesas, y peor aún, pensándolo bien, porque éstas al menos tenían la honra<strong>de</strong>z<br />

<strong>de</strong> poner un foco colorado en la puerta, semejantes porquerías, imagínese, ni más faltaba, con la<br />

hija única y bienamada <strong>de</strong> doña Renata Argote y don Fernando <strong>de</strong>l Carpio, y sobre todo <strong>de</strong> éste,<br />

por supuesto, un santo varón, un cristiano <strong>de</strong> los gran<strong>de</strong>s, Caballero <strong>de</strong> la Or<strong>de</strong>n <strong>de</strong>l Santo<br />

Sepulcro, <strong>de</strong> esos que reciben directamente <strong>de</strong> Dios el privilegio <strong>de</strong> conservarse intactos en la<br />

tumba, con la piel tersa como raso <strong>de</strong> novia y los Ojos vivos y diáfanos como las esmeraldas.<br />

-Eso sí no es cierto -la interrumpió Aureliano Segundo-, cuando lo trajeron ya apestaba.<br />

Había tenido la paciencia <strong>de</strong> escucharla un día entero, hasta sorpren<strong>de</strong>ría en una falta.<br />

Fernanda no le hizo caso, pero bajó la voz. Esa noche, durante la cena, el exasperante zumbido<br />

<strong>de</strong> la cantaleta había <strong>de</strong>rrotado al rumor <strong>de</strong> la lluvia. Aureliano Segundo comió muy poco, con la<br />

cabeza baja, y se retiré temprano al dormitorio. En el <strong>de</strong>sayuno <strong>de</strong>l día siguiente Fernanda estaba<br />

trémula, con aspecto <strong>de</strong> haber dormido mal, y parecía <strong>de</strong>sahogada por completo <strong>de</strong> sus rencores<br />

Sin embargo, cuando su marido preguntó si no sería posible comerse un huevo tibio, ella no<br />

contestó simplemente que <strong>de</strong>s<strong>de</strong> la semana anterior se habían acabado los huevos, sino que<br />

elaboré una virulenta diatriba contra los hombres que se pasaban el tiempo adorándose el<br />

ombligo y luego tenían la cachaza <strong>de</strong> pedir hígados <strong>de</strong> alondra en la mesa. Aureliano Segundo<br />

llevó a los niños a ver la enciclopedia, como siempre, y Fernanda fingió poner or<strong>de</strong>n en el<br />

dormitorio <strong>de</strong> Memo, sólo para que él la oyera murmurar que, por supuesto, se necesitaba tener<br />

la cara dura para <strong>de</strong>cirles a los pobres inocentes que el coronel Aureliano Buendía estaba<br />

retratado en la enciclopedia. En la tar<strong>de</strong>, mientras los niños hacían la siesta, Aureliano Segundo<br />

se sentó en el corredor, y hasta allá lo persiguió Fernanda, provocándolo, atormentándolo,<br />

girando en torno <strong>de</strong> él con su implacable zumbido <strong>de</strong> moscardón, diciendo que, por supuesto,<br />

mientras ya no quedaban más que piedras para comer, su marido se sentaba como un sultán <strong>de</strong><br />

Persia a contemplar la lluvia, porque no era más que eso, un mampolón, un mantenido, un bueno<br />

para nada, más flojo que el algodón <strong>de</strong> borla, acostumbrado a vivir <strong>de</strong> las mujeres, y convencido<br />

<strong>de</strong> que se había casado con la esposa <strong>de</strong> Jonás, que se quedó tan tranquila con el cuento <strong>de</strong> la<br />

ballena. Aureliano Segundo la oyó más <strong>de</strong> dos horas, impasible, como si fuera sordo. No la<br />

interrumpió hasta muy avanzada la tar<strong>de</strong> cuando no pudo soportar más la resonancia <strong>de</strong> bombo<br />

que le atormentaba la cabeza.<br />

-Cállate ya, por favor -suplicó.<br />

Fernanda, por el contrario, levantó el tono. «No tengo por qué callarme -dijo-. El que no quiera<br />

oírme que se vaya.» Entonces Aureliano Segundo perdió el dominio. Se incorporé sin prisa, como<br />

si sólo pensara estirar los huesos, y con una furia perfectamente regulada y metódica fue<br />

agarrando uno tras otro los tiestos <strong>de</strong> begonias, las macetas <strong>de</strong> helechos, los potes <strong>de</strong> orégano, y<br />

uno tras otro los fue <strong>de</strong>spedazando contra el suelo. Fernanda se asusté, pues en realidad no<br />

había tenido hasta entonces una conciencia clara <strong>de</strong> la tremenda fuerza interior <strong>de</strong> la cantaleta,<br />

pero ya era tar<strong>de</strong> para cualquier tentativa <strong>de</strong> rectificación. Embriagado por el torrente<br />

incontenible <strong>de</strong>l <strong>de</strong>sahogo, Aureliano Segundo rompió el cristal <strong>de</strong> la vidriera, y una por una, sin<br />

apresurarse, fue sacando las piezas <strong>de</strong> la vajilla y las hizo polvo contra el piso. Sistemático,<br />

sereno, con la misma parsimonia con que había empapelado la casa <strong>de</strong> billetes, fue rompiendo<br />

luego contra las pare<strong>de</strong>s la cristalería <strong>de</strong> Bohemia, los floreros pintados a mano, los cuadros <strong>de</strong><br />

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