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García Márquez - Cien años de soledad

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<strong>Cien</strong> <strong>años</strong> <strong>de</strong> <strong>soledad</strong><br />

Gabriel <strong>García</strong> <strong>Márquez</strong><br />

hubieran concentrado los <strong>de</strong>fectos <strong>de</strong> la familia y ninguna <strong>de</strong> sus virtu<strong>de</strong>s. Entonces <strong>de</strong>cidió que<br />

nadie volviera a llamarse Aureliano y José Arcadio. Sin embargo, cuando Aureliano Segundo tuvo<br />

su primer hijo, no se atrevió a contrariarlo.<br />

-De acuerdo -dijo Úrsula-, pero con una condición: yo me encargo <strong>de</strong> criarlo.<br />

Aunque ya era centenaria y estaba a punto <strong>de</strong> quedarse ciega por las cataratas, conservaba<br />

intactos el dinamismo físico, la integridad <strong>de</strong>l carácter y el equilibrio mental. Nadie mejor que ella<br />

para formar al hombre virtuoso que había <strong>de</strong> restaurar el prestigio <strong>de</strong> la familia, un hombre que<br />

nunca hubiera oído hablar <strong>de</strong> la guerra, los gallos <strong>de</strong> pelea, las mujeres <strong>de</strong> mala vida y las<br />

empresas <strong>de</strong>lirantes, cuatro calamida<strong>de</strong>s que, según pensaba Úrsula, habían <strong>de</strong>terminado la<br />

<strong>de</strong>ca<strong>de</strong>ncia <strong>de</strong> su estirpe.<br />

«Éste será cura -prometió solemnemente-. Y si Dios me da vida, ha <strong>de</strong> llegar a ser Papa.»<br />

Todos rieron al oírla, no sólo en el dormitorio, sino en toda la casa, don<strong>de</strong> estaban reunidos los<br />

bulliciosos amigotes <strong>de</strong> Aureliano Segundo. La guerra, relegada al <strong>de</strong>sván <strong>de</strong> los malos recuerdos,<br />

fue momentáneamente evocada con los taponazos <strong>de</strong>l champaña.<br />

-A la salud <strong>de</strong>l Papa -brindó Aureliano Segundo.<br />

Los invitados brindaron a coro. Luego el dueño <strong>de</strong> casa tocó el acor<strong>de</strong>ón, se reventaron<br />

cohetes y se or<strong>de</strong>naron tambores <strong>de</strong> júbilo para el pueblo. En la madrugada, los invitados<br />

ensopados en champaña sacrificaron seis vacas y las pusieron en la calle a disposición <strong>de</strong> la<br />

muchedumbre. Nadie se escandalizó. Des<strong>de</strong> que Aureliano Segundo se hizo cargo <strong>de</strong> la casa,<br />

aquellas festivida<strong>de</strong>s eran cosa corriente, aunque no existiera un motivo tan justo como el<br />

nacimiento <strong>de</strong> un Papa. En pocos <strong>años</strong>, sin esfuerzos, a puros golpes <strong>de</strong> suerte, había acumulado<br />

una <strong>de</strong> las más gran<strong>de</strong>s fortunas <strong>de</strong> la ciénaga, gracias a la proliferación sobrenatural <strong>de</strong> sus<br />

animales. Sus yeguas parían trillizos, las gallinas ponían dos veces al día, y los cerdos<br />

engordaban con tal <strong>de</strong>senfreno, que nadie podía explicarse tan <strong>de</strong>sor<strong>de</strong>nada fecundidad, como no<br />

fuera por artes <strong>de</strong> magia. «Economiza ahora -le <strong>de</strong>cía Úrsula a su atolondrado bisnieto-. Esta<br />

suerte no te va a durar toda la vida. » Pero Aureliano Segundo no le ponía atención. Mientras<br />

más <strong>de</strong>stapaba champaña para ensopar a sus amigos, más alocadamente parían sus animales, y<br />

más se convencía él <strong>de</strong> que su buena estrella no era cosa <strong>de</strong> su conducta sino influencia <strong>de</strong> Petra<br />

Cotes, su concubina, cuyo amor tenía la virtud <strong>de</strong> exasperar a la naturaleza. Tan persuadido<br />

estaba <strong>de</strong> que era ese el origen <strong>de</strong> su fortuna, que nunca tuvo a Petra Cotes lejos <strong>de</strong> sus crías, y<br />

aun cuando se casó y tuvo hijos, siguió viviendo con ella con el consentimiento <strong>de</strong> Fernanda.<br />

Sólido, monumental como sus abuelos, pero con un gozo vital y una simpatía irresistible que ellos<br />

no tuvieron, Aureliano Segundo apenas si tenía tiempo <strong>de</strong> vigilar sus ganados. Le bastaba con<br />

llevar a Petra Cotes a sus cria<strong>de</strong>ros, y pasearla a caballo por sus tierras, para que todo animal<br />

marcado con su hierro sucumbiera a la peste irremediable <strong>de</strong> la proliferación.<br />

Como todas las cosas buenas que les ocurrieron en su larga vida, aquella fortuna <strong>de</strong>smandada<br />

tuvo origen en la casualidad. Hasta el final <strong>de</strong> las guerras, Petra Cotes seguía sosteniéndose con<br />

el producto <strong>de</strong> sus rifas, y Aureliano Segundo se las arreglaba para saquear <strong>de</strong> vez en cuando las<br />

alcancías <strong>de</strong> Úrsula. Formaban una pareja frívola, sin más preocupaciones que la <strong>de</strong> acostarse<br />

todas las noches, aun en las fechas prohibidas, y retozar en la cama hasta el amanecer. «Esa<br />

mujer ha sido tu perdición -le gritaba Úrsula al bisnieto cuando lo veía entrar a la casa como un<br />

sonámbulo-. Te tiene tan embobado, que un día <strong>de</strong> estos te veré retorciéndote <strong>de</strong> cólicos, con un<br />

sapo metido en la barriga.» José Arcadio Segundo, que <strong>de</strong>moró mucho tiempo para <strong>de</strong>scubrir la<br />

suplantación, no lograba enten<strong>de</strong>r la pasión <strong>de</strong> su hermano. Recordaba a Petra Cotes como una<br />

mujer convencional, más bien perezosa en la cama, y completamente <strong>de</strong>sprovista <strong>de</strong> recursos<br />

para el amor. Sordo al clamor <strong>de</strong> Úrsula y a las burlas <strong>de</strong> su hermano, Aureliano Segundo sólo<br />

pensaba entonces en encontrar un oficio que le permitiera sostener una casa para Petra Cotes, y<br />

morirse con ella, sobre ella y <strong>de</strong>bajo <strong>de</strong> ella, en una noche <strong>de</strong> <strong>de</strong>safuero febril. Cuando el coronel<br />

Aureliano Buendía volvió a abrir el taller, seducido al fin por los encantos pacíficos <strong>de</strong> la vejez,<br />

Aureliano Segundo pensó que sería un buen negocio <strong>de</strong>dicarse a la fabricación <strong>de</strong> pescaditos <strong>de</strong><br />

oro. Pasó muchas horas en el cuartito caluroso viendo cómo las duras láminas <strong>de</strong> metal,<br />

trabajadas por el coronel con la paciencia inconcebible <strong>de</strong>l <strong>de</strong>sengaño, se iban convirtiendo poco a<br />

poco en escamas doradas. El oficio le pareció tan laborioso, y era tan persistente y apremiante el<br />

recuerdo <strong>de</strong> Petra Cotes, que al cabo <strong>de</strong> tres semanas <strong>de</strong>sapareció <strong>de</strong>l taller. Fue en esa época<br />

que le dio a Petra Cotes por rifar conejos. Se reproducían y se volvían adultos con tanta rapi<strong>de</strong>z,<br />

que apenas daban tiempo para ven<strong>de</strong>r los números <strong>de</strong> la rifa. Al principio, Aureliano Segundo no<br />

advirtió las alarmantes proporciones <strong>de</strong> la proliferación. Pero una noche, cuando ya nadie en el<br />

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