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— ¿No os veis? —preguntó S.<br />
— No —dijo Tomás.<br />
Era verdad, desde que se fue <strong>del</strong> hospital no había vuelto a ver al médico jefe, a pesar de que<br />
trabajaban muy bien juntos y tendían a considerarse casi como amigos. Hiciera lo que hiciera, el «no»<br />
que acababa de pronunciar llevaba cierta carga de tristeza y Tomás intuía que S. estaba disgustado por<br />
la pregunta que le había hecho, porque al igual que el médico jefe, él tampoco había ido nunca a<br />
preguntarle a Tomás cómo le iba y si le hacía falta algo.<br />
<strong>La</strong> conversación entre los dos antiguos compañeros de trabajo se había vuelto imposible,<br />
aunque ambos lo lamentaran y Tomás en particular. No estaba enfadado porque sus compañeros de<br />
trabajo se hubieran olvidado de él. Le hubiera gustado explicárselo a aquel joven. Tenía ganas de<br />
decirle: «¡No sientas vergüenza! ¡Es normal y totalmente correcto que no os relacionéis conmigo! ¡No<br />
te acomplejes por eso! ¡Estoy encantado de verte!», p ero hasta de decir e so tenía miedo, porque todo<br />
lo que había dicho hasta entonces había sonado de un modo distinto al que pretendía y su compañero de<br />
profesión hubiera sospechado que esta sincera frase también era irónica y agresiva.<br />
— Perdona —dijo finalmente S.—, tengo una prisa horrible —y le dio la mano—. Te llamaré.<br />
Antes, cuando sus compañeros de trabajo lo miraban despectivamente por su previsible<br />
cobardía, todos le sonreían. Ahora que no pueden mirarlo despectivamente, que están incluso obligados<br />
a reconocer su valor, lo esquivan.<br />
Por lo demás, tampoco los antiguos pacientes lo invitaban ya, ni lo recibían con champán. <strong>La</strong><br />
situación de los intelectuales desclasados había dejado de <strong>ser</strong> excepcional; se había convertido en algo<br />
duradero y desagradable a la vista.<br />
21<br />
Llegó a casa y se durmió antes que de costumbre. Una hora más tarde le despertó el dolor de<br />
estómago. Eran sus antiguas molestias que reaparecían siempre en los momentos de depresión. Abrió el<br />
botiquín y maldijo. No había ningún medicamento. Había olvidado renovarlos. Trató de superar el<br />
ataque a fuerza de voluntad y fue lográndolo pero no consiguió dormirse. Cuando Teresa volvió a casa,<br />
a la una y media de la mañana, tenía ganas de charlar con ella. Le habló <strong>del</strong> entierro, <strong>del</strong> redactor que<br />
no había querido dirigirle la palabra, de su encuentro con su colega S.<br />
— Praga se ha vuelto fea —dijo Teresa.<br />
— Fea —dijo Tomás.<br />
Al cabo de un rato Teresa dijo en voz muy baja:<br />
— Sería mejor que nos fuéramos de aquí.<br />
— Sí —dijo Tomás—, pero no tenemos adonde ir.<br />
Estaba sentado en la cama, en pijama, y ella se sentó a su lado y se abrazó a su cuerpo. Dijo:<br />
— Al campo.<br />
— ¿Al campo? -preguntó extrañado.<br />
— Allí estaríamos solos. Allí no te encontrarías ni con el redactor ni con tus antiguos<br />
compañeros. Allí la gente es distinta y la naturaleza sigue siendo igual que siempre.<br />
En ese momento Tomás volvió a sentir un suave dolor en el estómago, se sentía viejo y le<br />
parecía que lo único que deseaba era un poco de tranquilidad y de paz.<br />
— Puede que tengas razón —dijo dificultosamente, porque el dolor le impedía respirar.<br />
Teresa seguía:<br />
— Tendríamos una casa y un pequeño jardín, y Karenin por lo menos podría correr a gusto.<br />
— Sí —dijo Tomás.<br />
Después se imaginó qué pasaría si de verdad se fueran al campo. En un pueblo <strong>ser</strong>ía difícil<br />
tener todas las semanas a una mujer diferente. Allí se acabarían sus aventuras eróticas.<br />
— Lo malo es que en un pueblo, a solas conmigo, te aburrirías —dijo Teresa como si le leyese<br />
los pensamientos.<br />
El dolor había vuelto a aumentar. No podía hablar. Se le ocurrió pensar que su hábito de ir tras<br />
las mujeres era una especie de «es muss sein!», un imperativo que lo esclavizaba. Anhelaba unas