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1<br />
Fue en 1980 cuando pudimos leer por primera vez, en el «Sunday Times», cómo murió <strong>La</strong>kov,<br />
el hijo de Stalin. Preso en un campo de concentración alemán durante la segunda guerra mundial,<br />
compartía su alojamiento con oficiales británicos. Tenían el retrete en común. El hijo de Stalin lo<br />
dejaba sucio. A los ingleses no les gustaba ver el retrete embadurnado de mierda, aunque fuera mierda<br />
<strong>del</strong> hijo de quien entonces era el hombre más poderoso <strong>del</strong> mundo. Se lo echaron en cara. Se ofendió.<br />
Volvieron a reprochárselo una y otra vez, le obligaron a que limpiase el retrete. Se enfadó, discutió con<br />
ellos, se puso a pelear. Finalmente solicitó una audiencia al comandante <strong>del</strong> campo. Quería que hiciese<br />
de juez. Pero aquel engreído alemán se negó a hablar de mierda. El hijo de Stalin fue incapaz de<br />
soportar la humillación. Clamando al cielo terribles insultos rusos, echó a correr hacia las alambradas<br />
electrificadas que rodeaban el campo. Cayó sobre ellas. Su cuerpo, que ya nunca ensuciaría el retrete de<br />
los ingleses, quedó colgando de las alambradas.<br />
2<br />
El hijo de Stalin no tenía una vida fácil. Su padre lo había concebido con una mujer a la que,<br />
después, según todos los indicios, asesinó. El joven Stalin era por tanto hijo de Dios (porque su padre<br />
era venerado como un Dios) y, al mismo tiempo, reprobó. <strong>La</strong> gente lo temía por partida doble: podía<br />
hacerles daño con su poder (al fin y al cabo era hijo de Stalin)» y con su favor (el padre podía castigar a<br />
sus amigos en lugar de hacerlo con el hijo reprobado).<br />
<strong>La</strong> reprobación y el privilegio, la felicidad y la infelicidad, nadie sintió de un modo más<br />
concreto hasta qué punto estos contrarios son intercambiables y hasta qué punto no hay más que un<br />
paso desde un polo de la existencia humana hasta el otro.<br />
Nada más empezar la guerra lo capturaron los alemanes, y otros prisioneros, que pertenecían a<br />
una nación que siempre le había sido profundamente antipática por su incomprensible introversión, lo<br />
acusaron de <strong>ser</strong> sucio. ¿El, que debía soportar el peso <strong>del</strong> mayor drama imaginable (<strong>ser</strong> al mismo<br />
tiempo hijo de Dios y ángel reprobado), debía <strong>ser</strong> ahora sometido a juicio, no por cuestiones elevadas<br />
(referidas a Dios y a los ángeles), sino por asuntos de mierda? ¿Está entonces el más elevado drama tan<br />
vertiginosamente próximo al más bajo?<br />
¿Vertiginosamente próximo? ¿Es que la proximidad puede producir vértigo?<br />
Puede. Cuando el polo norte se aproxima al polo sur hasta llegar a tocarlo, la tierra desaparece<br />
y el hombre se encuentra en un vacío que hace que la cabeza le dé vueltas y se sienta atraído por la<br />
caída.<br />
Si la reprobación y el privilegio son lo mismo, si no hay diferencia entre la elevación y la<br />
bajeza, si el hijo de Dios puede <strong>ser</strong> juzgado por cuestiones de mierda, la existencia humana pierde sus<br />
dimensiones y se vuelve insoportablemente leve. En ese momento el hijo de Stalin echa a correr hacia<br />
los alambres electrificados para lanzar sobre ellos su cuerpo como sobre el platillo de una balanza que<br />
cuelga lamentablemente en lo alto, elevado por la infinita levedad de un mundo que ha perdido sus<br />
dimensiones.<br />
El hijo de Stalin dio su vida por la mierda. Pero morir por la mierda no es una muerte sin<br />
sentido. Los ale manes, que sacrificaban su vida para extender el territorio de su imperio hacia oriente,<br />
los rusos, que morían para que el poder de su patria llegase más lejos hacia occidente, ésos sí, ésos<br />
morían por una tontería y su muerte carece de sentido y de validez general. Por el contrario, la muerte<br />
<strong>del</strong> hijo de Stalin fue, en medio de la estupidez generalizada de la guerra, la única muerte metafísica.<br />
3<br />
Cuando yo era pequeño y hojeaba el Antiguo Testamento adaptado para niños y adornado con<br />
grabados de Gustav Doré, veía ahí a Dios sobre una nube. Era un anciano, tenía ojos, nariz, una larga<br />
barba y yo me decía que, si tenía boca, debía comer. Y si come, también tenía que tener tripas. Pero