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— De sí mismo.<br />
— ¿Es interesante?<br />
— Sí. <strong>La</strong> madre, como sabes, era una comunista fanática. Hace tiempo que rompió con ella. Se<br />
hizo amigo de gente que está en la misma situación que nosotros. Intentaban alguna actividad política.<br />
Algunos están ahora en la cárcel. Pero con éstos también ha roto. Habla de ellos con cierta distancia<br />
como de "eternos revolucionarios".<br />
— Y él ¿se ha reconciliado con el régimen?<br />
— No. En absoluto. Cree en Dios y piensa que ésa es la clave de todo. Según parece, todos<br />
debemos vivir en nuestra vida cotidiana de acuerdo con las normas establecidas por la religión y no<br />
tener en cuenta para nada al régimen. Ignorarlo. Si creemos en Dios, somos capaces, al parecer, de<br />
crear con nuestra propia actuación, en cualquier circunstancia, lo que él llama "el reino de Dios en la<br />
tierra". Me explica que en nuestro país la Iglesia es la única organización voluntaria que escapa al<br />
control <strong>del</strong> Estado. Me gustaría saber si forma parte de la Iglesia para hacerle frente al régimen o si de<br />
verdad cree en Dios.<br />
— ¡Pregúntaselo!<br />
Tomás prosiguió:<br />
— Siempre he admirado a los creyentes. Pensaba que estaban dotados de un don especial de<br />
percepción ultra-sensorial <strong>del</strong> que yo carecía. Algo así como los videntes. Pero mi hijo me demuestra<br />
que creer es en realidad muy fácil. Cuando estaba en apuros, le echaron una mano los católicos y de<br />
pronto apareció la fe. Es posible que haya decidido creer por agradecimiento. <strong>La</strong>s decisiones de los<br />
hombres son muy simples.<br />
— ¿Y tú no le has contestado nunca?<br />
— No me ha puesto el remitente —pero luego añadió—: Claro que en el matasellos figura el<br />
nombre <strong>del</strong> pueblo. Bastaría con enviar una carta a la dirección de la cooperativa local.<br />
Teresa sentía vergüenza ante Tomás por sus sospechas y quería purgar sus culpas con una<br />
repentina amabilidad hacia su hijo:<br />
— Entonces, ¿por qué no le escribes? ¿Por qué no lo invitas?<br />
— Se parece a mí -dijo Tomás-. Cuando habla, tuerce el labio superior exactamente igual que<br />
yo. Ver a mi propio labio hablando de Dios me parece demasiado raro.<br />
Teresa se echó a reír.<br />
Tomás rió con ella.<br />
Teresa dijo:<br />
— ¡Tomás, no seas infantil! Es una historia muy antigua. Tú y tu primera mujer. ¿Qué tiene<br />
que ver él con esa historia? ¿Qué tiene en común con ella? ¿Cómo vas a hacerle daño a alguien<br />
simplemente porque cuando eras joven tenías mal gusto?<br />
— Para <strong>ser</strong>te sincero, me da miedo ese encuentro. Ese es el motivo principal de que no tenga<br />
ganas de verle. No sé por qué he sido tan terco. Uno decide algo, ni siquiera sabe muy bien cómo, y esa<br />
decisión se mantiene luego por su propia inercia. Cada año que pasa es más difícil cambiarla.<br />
— Invítale —dijo.<br />
Ese mismo día, cuando volvía <strong>del</strong> establo, oyó voces en la carretera. Al acercarse vio el camión<br />
de Tomás. Tomás estaba agachado y desmontaba una rueda. Alrededor había un grupo de hombres que<br />
miraban y esperaban que Tomás terminase el trabajo.<br />
Se quedó allí sin poder apartar la mirada: Tomás tenía un aspecto avejentado. Su pelo era<br />
canoso y la torpeza con la que actuaba no era la torpeza de un médico que se ha convertido en chofer,<br />
sino la de una persona que ya no es joven.<br />
Recordó una reciente conversación con el presidente. Le había dicho que el camión de Tomás<br />
estaba en un estado deplorable. Lo decía en broma, no era una queja, pero reflejaba una preocupación.<br />
«Tomás sabe más de lo que hay dentro <strong>del</strong> cuerpo que de lo que hay dentro <strong>del</strong> motor», rió. Después<br />
reconoció que había ido varias veces a pedirle a la Administración que le permitiesen a Tomás volver a<br />
ejercer su profesión en aquella provincia. Comprobó que la policía no estaba dispuesta a permitirlo.<br />
Ella se ocultó tras el tronco de un árbol para que ninguna de las personas que estaban alrededor<br />
<strong>del</strong> coche pudiera verla, pero no dejó de mirarle. Los remordimientos le oprimían el corazón: Por su<br />
culpa había vuelto de Zurich a Praga. Por su culpa se había ido de Praga. Y ni siquiera ahora lo dejaba