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1<br />
Teresa, a la una y media de la mañana, se metió en el cuarto de baño, se puso el pijama y se<br />
acostó junto a Tomás. Dormía. Se inclinó sobre la cara de él y al besarlo notó en su pelo un perfume<br />
extraño. Volvió a olerlo otra vez y otra más. Lo olfateó como un perro y entonces comprendió: era el<br />
olor de un sexo de mujer.<br />
A las seis sonó el despertador. Era la hora de Karenin. Se despertaba mucho antes que ellos,<br />
pero no se atrevía a molestarlos. Esperaba impaciente al campanilleo que le daba derecho a saltar<br />
encima de la cama, pisarlos y empujarlos con la cabeza. Hace mucho tiempo trataron de impedírselo,<br />
echándolo de la cama, pero él fue más testarudo que ellos y al final conquistó sus derechos. Además<br />
ella había llegado últimamente a la conclusión de que era agradable que Karenin la invitara a empezar<br />
el día. Para él el momento de despertarse era pura felicidad: se extrañaba ingenua y tontamente de estar<br />
otra vez entre los vivos y se alegraba sinceramente de ello. Ella, en cambio, se despertaba con una<br />
sensación de desagrado, deseando que la noche continuase para no abrir los ojos.<br />
Ahora estaba en el vestíbulo mirando hacia el perchero <strong>del</strong> que colgaba la correa con el collar.<br />
Ella se lo abrochó al cuello y se fueron juntos a la tienda. Compró leche, pan, mantequilla y, como<br />
siempre, un panecillo para él. Al volver, el perro iba a su lado con el panecillo en la boca. Miraba con<br />
orgullo y seguramente le sentaba muy bien que la gente se fijase en él e hiciese comentarios.<br />
Al llegar a casa se acostaba con el panecillo a la entrada de la habitación, esperando que Tomás<br />
lo viese, se agachase, empezase a gruñir y a fingir que quería robarle el pan. Aquello se repetía todos<br />
los días: se perseguían por toda la casa por lo menos durante cinco minutos, hasta que Karenin se metía<br />
debajo de la mesa y engullía rápidamente el panecillo.<br />
Pero esta vez sus exigencias de que la ceremonia matinal se llevase a cabo fueron vanas.<br />
Tomás tenía en la mesa un pequeño transistor y lo escuchaba.<br />
2<br />
En la radio emitían un programa sobre la emigración checa. Era un montaje de conversaciones<br />
privadas grabadas en secreto por algún espía checo que se había infiltrado entre los emigrantes y<br />
después había regresado a Praga con gran revuelo. Eran conversaciones sin importancia en las que a<br />
veces se oía alguna palabra fuerte sobre el régimen de ocupación, pero también frases en las que un<br />
emigrante le llamaba a otro idiota o estafador. Eran precisamente estas frases las que ocupaban la parte<br />
principal <strong>del</strong> reportaje: pretendían demostrar no sólo que las personas en cuestión hablan mal de la<br />
Unión Soviética (lo cual no hubiera indignado a nadie en Bohemia), sino que además se calumnian<br />
mutuamente y que para ello emplean palabras gro<strong>ser</strong>as. Es curioso, la gente emplea palabras gro<strong>ser</strong>as<br />
de la mañana a la noche pero, cuando oye hablar por la radio a una persona conocida, a la que aprecia,<br />
utilizando la palabra «mierda» en cada frase, se siente decepcionada.<br />
— Esto empezó con Prochazka —dijo Tomás y siguió escuchando.<br />
Jan Prochazka fue un novelista checo, un hombre de cuarenta años con la vitalidad de un toro,<br />
que antes ya de 1968 empezó a criticar en voz muy alta la situación política. Era uno de los hombres<br />
más populares de la primavera de Praga, de aquella vertiginosa liberalización <strong>del</strong> comunismo que acabó<br />
con la invasión rusa. Poco después empezó el acoso contra él en todos los periódicos, pero cuanto más<br />
lo acosaban, más lo quería la gente. Por eso la radio empezó (en 1970) a emitir un <strong>ser</strong>ial con<br />
conversaciones que Prochazka había mantenido dos años antes (o sea en la primavera de 1968) con el<br />
profesor Vaclav Cerny. ¡Ninguno de los dos sospechaba entonces que en la casa <strong>del</strong> profesor hubiera<br />
un sistema secreto de escucha y que cada paso que daban estuviera vigilado! Prochazka divertía a sus<br />
amigos con hipérboles y exageraciones. Ahora esas exageraciones podían oírse en forma de <strong>ser</strong>ial por<br />
la radio. <strong>La</strong> policía secreta, que era la que dirigía el programa, había subrayado cuidadosamente los<br />
párrafos en los que el novelista se reía de sus amigos, por ejemplo de Dubcek. <strong>La</strong> gente, aunque<br />
aprovecha cualquier oportunidad para hablar mal de sus amigos, se indignaba más con su querido<br />
Prochazka que con la policía secreta.<br />
Tomás apagó la radio y dijo: