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Siguió:<br />
—Y ya que eres tan valiente para comunicarme que hace nueve meses que me engañas,<br />
¿podrías decirme con quién?<br />
El siempre había pensado que no debía hacerle daño a Marie-Claude, que tenía que valorar a la<br />
mujer que había en ella. ¿Pero adonde había ido a parar aquella mujer que había en Marie-Claude?<br />
Dicho de otro modo, ¿adonde había ido a parar la imagen de su madre que él relacionaba con su mujer?<br />
<strong>La</strong> madre, su triste y traicionada mamá, que llevaba en cada pie un zapato diferente, se había ido de<br />
Marie-Claude y quién sabe si ni siquiera se había ido, porque nunca había estado en ella. Se dio cuenta<br />
de aquello con repentino odio.<br />
— No tengo ningún motivo para ocultártelo —dijo.<br />
Aunque no la había herido la noticia de que le era infiel, no dudaba de que la heriría la noticia<br />
de quién era su rival. Por eso le habló de Sabina sin dejar de mirarla a la cara.<br />
Poco después se reunió con Sabina en el aeropuerto. El avión levantó el vuelo y él se sentía<br />
cada vez más liviano. Pensaba en que, después de nueve meses, por fin vivía en la verdad.<br />
8<br />
Sabina se sentía como si Franz hubiera forzado la puerta de su intimidad. Como si de pronto se<br />
hubieran asomado la cabeza de Marie-Claude, la cabeza de Marie-Anne, la cabeza <strong>del</strong> pintor Alan y la<br />
<strong>del</strong> escultor que anda siempre apretándose el dedo, las cabezas de todas las personas que conoce en<br />
Ginebra. Se convertirá, contra su voluntad, en la rival de no sé qué mujer, que no le interesa en lo más<br />
mínimo. Franz se divorciará y ella ocupará un lugar a su lado en la cama de matrimonio. Todos podrán<br />
ob<strong>ser</strong>varlo de cerca o de lejos, se verá obligada a hacer una especie de teatro; en lugar de <strong>ser</strong> Sabina, va<br />
a tener que desempeñar el papel de Sabina e inventar cómo se juega ese papel. El amor, cuando se hace<br />
público, aumenta de peso, se convierte en una carga. Sabina ya se encorvaba por anticipado al<br />
imaginarse ese peso.<br />
Cenaron en un restaurante romano y bebieron vino. Ella estaba silenciosa.<br />
— ¿De verdad que no te enfadas? —preguntó Franz.<br />
Le aseguró que no se enfadaba. Estaba confusa y no sabía si debía alegrarse o no. Se acordaba<br />
de su encuentro en el compartimiento <strong>del</strong> tren en Ámsterdam. Aquella vez tuvo ganas de caer de<br />
rodillas ante él y pedirle que la retuviera aunque fuera por la fuerza y que nunca la dejase ir. Aquella<br />
vez deseó que terminara de una vez ese peligroso camino de traiciones. Deseó detenerse.<br />
Ahora trataba de evocar con la mayor intensidad posible el deseo de entonces, de invocarlo, de<br />
apoyarse en él. Era en vano. <strong>La</strong> sensación de disgusto era más fuerte.<br />
Regresaban al hotel andando, ya de noche. Los italianos que pasaban junto a ellos hacían ruido,<br />
gritaban, gesticulaban, de modo que ellos podían andar juntos sin decir palabra y no oír su propio<br />
silencio.<br />
Después Sabina se lavó largamente en el cuarto de baño mientras Franz la esperaba en la cama<br />
tapado con la colcha. <strong>La</strong> lamparita estaba encendida como siempre.<br />
Al regresar <strong>del</strong> cuarto de baño la apagó. Fue la primera vez que lo hizo. Franz debía haber<br />
registrado mejor aquel gesto. No le prestó atención porque no tenía significado alguno para él. Como<br />
sabemos, prefería cerrar los ojos cuando hacía el amor.<br />
Y debido precisamente a aquellos, ojos cerrados, Sabina apagó la lamparita. Ya no quería ver<br />
aquellos párpados cerrados ni un segundo más. Los ojos, como dice el proverbio, son la ventana <strong>del</strong><br />
alma. El cuerpo de Franz, que se movía siempre encima de ella con los ojos cerrados, era para ella un<br />
cuerpo sin alma. Parecía un cachorro que aún está ciego y emite sonidos de impotencia porque tiene<br />
sed. Franz jodiendo, con sus hermosos músculos, era como un enorme cachorro que mamase de sus<br />
pechos. ¡Además era cierto que tenía en la boca un pezón suyo como si estuviera chupeteando leche!<br />
Esa idea de que por abajo era un hombre maduro y por arriba un lactante que mamaba, de que por lo<br />
tanto estaba jodiendo con un bebé, la ponía al borde de la náusea. ¡No, ya no quiere ver nunca más<br />
cómo se mueve desesperadamente encima de ella, ya nunca más le ofrecerá su pecho como una perra a<br />
su cachorro, hoy es la última vez, irrevocablemente la última vez!