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Le invadió un odio casi alegre hacia aquellos hombres que habían pretendido reírse de su<br />
ingenuidad. Estaba ligeramente agachado sin quitarle los ojos de encima a ninguno de ellos. Pero<br />
entonces algo pesado le golpeó en la cabeza y se desplomó. Se dio cuenta vagamente de que lo llevaban<br />
a alguna parte. Después cayó. Sintió un golpe fuerte y perdió el sentido.<br />
Se despertó en el hospital en Ginebra. Sobre su cama se inclinaba Marie-Claude. Quería decirle<br />
que no deseaba verla. Quería que avisaran inmediatamente a la estudiante de las gafas grandes. No<br />
pensaba más que en ella. Quería gritar que no soportaba a su lado a nadie más que a ella. Pero<br />
comprobó con horror que no podía hablar. Miró a Marie-Claude con odio infinito y quiso girarse hacia<br />
la pared para no verla. Pero no podía mover el cuerpo. Quiso volver al menos la cabeza. Pero tampoco<br />
podía mover la cabeza. Por eso cerró los ojos, para no verla.<br />
27<br />
Franz, muerto, pertenece por fin a su legítima esposa, más de lo que hasta entonces le había<br />
pertenecido nunca. Marie-Claude lo decide todo, se encarga de organizar el entierro, envía las esquelas,<br />
compra las coronas, encarga un vestido negro que es en realidad un vestido de bodas. Sí, el entierro <strong>del</strong><br />
marido es para ella su verdadera boda; la culminación de su camino en la vida; la recompensa por todos<br />
sus sufrimientos.<br />
Por lo demás, el pastor lo capta perfectamente y sobre la tumba habla de la fi<strong>del</strong>idad <strong>del</strong> amor<br />
que tuvo que pasar por muchas pruebas hasta llegar a <strong>ser</strong> para el finado, al final de su vida, el puerto<br />
seguro al que pudo regresar en el último momento. El colega de Franz, al que Marie-Claude le pidió<br />
que hablase en el entierro, también rindió homenaje, ante todo, a la entereza de la mujer <strong>del</strong> finado.<br />
En algún lugar al fondo, sostenida por una amiga, estaba la chica de las gafas grandes. El llanto<br />
reprimido y la cantidad de pastillas consumidas hicieron que antes de que terminase el funeral sufriera<br />
un espasmo. Está encogida, se coge el vientre con las manos y su amiga tiene que llevársela <strong>del</strong><br />
cementerio.<br />
28<br />
En cuanto recibió <strong>del</strong> presidente de la cooperativa el telegrama, cogió la moto y vino. Se hizo<br />
cargo <strong>del</strong> entierro. En la tumba mandó grabar, bajo el nombre <strong>del</strong> padre, la siguiente inscripción: Quiso<br />
el reino de Dios en la tierra.<br />
Sabe perfectamente que el padre no lo hubiera dicho nunca con esas palabras. Pero está seguro<br />
de que la frase expresa correctamente lo que el padre quería. El reino de Dios en la tierra significa la<br />
justicia. Tomás deseaba un mundo en el que reinase la justicia. ¿No tiene derecho Simón a expresar la<br />
vida <strong>del</strong> padre con su propio vocabulario? ¡Ese es el eterno derecho de los deudos!<br />
Tras tanto andar errante, el regreso, está escrito en el panteón sobre el féretro de Franz. <strong>La</strong><br />
frase puede interpretarse como un símbolo religioso: andar errante por la vida terrenal, el regreso al<br />
seno de Dios. Pero los informados saben que la frase tiene también su sentido plenamente profano.<br />
Además, Marié-Claude habla de ello a diario: Franz, el bueno de Franz, no soportó la crisis de los<br />
cincuenta. ¡En manos de qué pobre chica fue a caer! Ni siquiera era guapa. (¿Visteis esas enormes<br />
gafas que la tapaban casi por completo?) Pero un hombre, cuando llega a los cincuenta, vendería su<br />
alma por un pedazo de cuerpo joven. ¡<strong>La</strong> única que sabe lo que sufría por ese motivo es su propia<br />
mujer! ¡Para él era una verdadera tortura moral! Porque Franz era, en el fondo de su alma, una persona<br />
buena y honrada. ¿Cómo explicarse, si no, ese absurdo, desesperado viaje a no sé que parte de Asia?<br />
Fue a buscar la muerte. Sí, Marie-Claude lo sabe con seguridad: Franz buscaba conscientemente la<br />
muerte. En el último momento, cuando se estaba muriendo y ya no tenía necesidad de mentir, no quería<br />
verla más que a ella. No podía hablar, pero al menos le daba las gracias con los ojos. Con la mirada le<br />
pedía que le perdonase. Y ella le había perdonado.