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¿Enfermo? ¿Drogado? ¿O no era más que desesperación? Aunque no quedase nada de Dubcek, esas<br />
largas y horribles pausas, cuando no podía respirar, cuando trataba de recuperar el aliento ante toda la<br />
nación, que estaba pegada a los receptores, esas pausas quedarán. En aquellas pausas estaba todo el<br />
horror que había caído sobre su país.<br />
Era el séptimo día después de la invasión, escuchaba aquel discurso en la redacción de un<br />
diario que en aquellos días se había convertido en un periódico de la resistencia. Todos los que oían<br />
allí a Dubcek, lo odiaban en aquel momento. Le echaban en cara el compromiso que él había tolerado,<br />
se sentían humillados por su humillación y su debilidad les ofendía.<br />
Cuando recordaba ahora, en Zurich, aquel momento, ya no sentía desprecio hacia Dubcek. <strong>La</strong><br />
palabra debilidad ya no suena como una condena. Cuando hay que hacer frente a un enemigo superior<br />
en número, siempre se es débil, aunque se tenga un cuerpo atlético como Dubcek. Aquella debilidad,<br />
que entonces le había parecido insoportable, repugnante, y que los había expulsado <strong>del</strong> país, de repente<br />
la atraía. Se daba cuenta de que formaba parte de los débiles, <strong>del</strong> campo de los débiles, <strong>del</strong> país de los<br />
débiles y que tenía que <strong>ser</strong>les fiel precisamente porque eran débiles y se quedaban sin aliento en mitad<br />
de la frase.<br />
Se sentía atraída por esa debilidad como por el vértigo. Atraída porque ella misma se sentía<br />
débil. De nuevo empezó a tener celos y de nuevo le temblaban las manos. Tomás lo vio e hizo un gesto<br />
que ella conocía bien, cogió las manos de ella entre las suyas para tranquilizarla, apretándoselas. Ella<br />
las retiró bruscamente.<br />
— ¿Qué te pasa? —dijo.<br />
— Nada.<br />
— ¿Qué quieres que haga por ti?<br />
— Quiero que seas viejo. Diez años mayor. ¡Veinte años mayor!<br />
Quería decir: Quiero que seas débil. Quiero que seas tan débil como yo.<br />
27<br />
Karenin nunca había deseado ir a vivir a Suiza. Karenin odiaba los cambios. El tiempo de un<br />
perro no transcurre en línea recta, no avanza siempre hacia a<strong>del</strong>ante, de una cosa a la siguiente.<br />
Transcurre en círculo como el tiempo de las manecillas <strong>del</strong> reloj, que tampoco corren enloquecidas<br />
siempre hacia a<strong>del</strong>ante, sino que dan vueltas alrededor de la esfera, todos los días por el mismo camino.<br />
Bastaba que en Praga compraran una silla nueva o cambiaran de sitio una maceta para que Karenin lo<br />
registrase con disgusto. Aquello perturbaba su tiempo. Era como si alguien le estuviese cambiando<br />
permanentemente a las manecillas los números de la esfera.<br />
A pesar de eso, pronto consiguió rehacer en la casa de Zurich el viejo orden y las viejas<br />
ceremonias. Al igual que en Praga, por las mañanas saltaba encima de la cama para darles la bienvenida<br />
al nuevo día, acompañaba luego a Teresa a hacer las compras y exigía, como en Praga, su paseo<br />
habitual.<br />
Era el reloj de sus vidas. En los momentos de desesperanza, ella se hacía el propósito de<br />
aguantar por él, porque él era aún más débil que ella, quizás aún más débil que Dubcek y su patria<br />
abandonada.<br />
Habían vuelto <strong>del</strong> paseo y estaba sonando el teléfono. Levantó el auricular y preguntó quién<br />
era.<br />
Era una voz de mujer, hablaba en alemán y preguntaba por Tomás. Era una voz impaciente y a<br />
Teresa le pareció que tenía un deje de desprecio. Cuando dijo que Tomás no estaba en casa y que no<br />
sabía cuándo volvería, la mujer que estaba al otro lado <strong>del</strong> teléfono se rió y colgó sin despedirse.<br />
Teresa sabía que no había pasado nada. Podía <strong>ser</strong> una enfermera <strong>del</strong> hospital, una paciente, una<br />
secretaria, cualquiera. Sin embargo estaba excitada y era incapaz de concentrarse. Fue entonces cuando<br />
se dio cuenta de que había perdido hasta aquel poco de fuerza que le quedaba aún en Bohemia y de que<br />
ya no era capaz de sobrellevar ni siquiera un incidente insignificante como ése.<br />
El que está en el extranjero vive en un espacio vacío en lo alto, encima de la tierra, sin la red<br />
protectora que le otorga su propio país, donde tiene a su familia, sus compañeros, sus amigos y puede