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La-Insoportable-Levedad-del-ser

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— ¿Puedo ver las ventanas de las demás habitaciones?<br />

— ¿Quiere conocer mi casa? -sonrió, como si lo de lavar las ventanas fuese una manía de él<br />

que no tuviese interés para ella.<br />

Entró en la habitación contigua. Era un dormitorio con una ventana grande, dos camas juntas y<br />

un cuadro con un paisaje otoñal con abedules y un sol poniente.<br />

Al regresar había una botella abierta encima de la mesa con dos vasos.<br />

— ¿No prefiere reponer fuerzas antes de semejante trabajo? —preguntó.<br />

— Encantado —dijo Tomás y se sentó.<br />

— Tiene que <strong>ser</strong> una experiencia interesante para usted conocer tantas casas —dijo.<br />

— No está mal —dijo Tomás.<br />

— En todas partes le esperan mujeres cuyos maridos están trabajando.<br />

— Son mucho más frecuentes las abuelas y las suegras "dijo Tomás.<br />

— ¿Y no echa en falta su anterior profesión?<br />

— Mejor explíqueme cómo se ha enterado de mi profesión.<br />

— Su empresa se jacta de contar con usted -dijo la mujer parecida a una cigüeña.<br />

— ¿Todavía siguen? —se asombró Tomás.<br />

— Cuando llamé por teléfono para que alguien me viniera a limpiar las ventanas, me<br />

preguntaron si quería que viniera usted. Me dijeron que es usted un gran cirujano y que lo echaron <strong>del</strong><br />

hospital. Naturalmente, me llamó la atención.<br />

— Es usted muy curiosa —dijo.<br />

— ¿Se me nota?<br />

— Sí, en la mirada.<br />

— ¿Cómo miro?<br />

— Entorna los ojos. Y no para de preguntar.<br />

— ¿Ya usted no le gusta responder?<br />

Desde el comienzo, ella le había dado a la conversación la gracia de la coquetería. Nada de lo<br />

que decía tenía que ver con el mundo que les rodeaba, todas las palabras se referían directamente a<br />

ellos mismos. Y ya que él y ella eran desde el comienzo el tema principal de la conversación, nada más<br />

fácil que completar las palabras con roces y Tomás, al hablar de sus ojos entornados, se los acarició.<br />

Ella también le retribuía cada caricia con otra suya. No lo hacía espontáneamente, sino más bien con<br />

una especie de perseverancia <strong>del</strong>iberada, como si estuviese jugando al juego de «lo que usted me haga a<br />

mí, yo se lo haré a usted». Así estaban sentados frente a frente, las manos de cada uno en el cuerpo <strong>del</strong><br />

otro.<br />

No empezó a resistirse hasta que intentó tocarle el sexo. Tomás no tenía manera de saber hasta<br />

qué punto la resistencia iba en <strong>ser</strong>io, pero de todos modos había pasado ya demasiado tiempo y en diez<br />

minutos tenía que estar en casa de otro cliente.<br />

Se levantó y le explicó que tenía que marcharse. Ella tenía la cara roja.<br />

—Tengo que firmarle la factura —dijo.<br />

— Pero si no he hecho nada —protestó.<br />

— <strong>La</strong> culpa ha sido mía —dijo y luego añadió con voz queda, lenta, inocente—: Voy a tener<br />

que volver a encargarle el trabajo, para que pueda terminar lo que por mi culpa ni siquiera pudo<br />

empezar.<br />

Al negarse Tomás a darle la factura para que la firmara, dijo con ternura, como si le estuviese<br />

pidiendo un favor:<br />

— Démela, por favor —y añadió entornando los ojos—: No la pago yo, sino mi marido. Y no<br />

la cobra usted, sino la empresa estatal. Esta transacción no tiene nada que ver con nosotros dos.<br />

11<br />

<strong>La</strong>s curiosas desproporciones de la mujer parecida a una jirafa y a una cigüeña seguían<br />

excitándolo cuando se acordaba de ella: la coquetería unida a la torpeza; el sincero deseo sexual

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