Tercera Parte. Palabras incomprendidas.
1 Ginebra es una ciudad de surtidores y fuentes, de parques con glorietas en las que, en otros tiempos, tocaba la orquesta. Hasta el edificio de la universidad se pierde entre los árboles. Franz terminó hace poco su clase de la mañana y salió <strong>del</strong> edificio. De las mangueras salía agua pulverizada que mojaba el césped y él estaba de un humor excelente. Fue directamente de la universidad a casa de su amante. Vivía a un par de manzanas de allí. Iba a verla con frecuencia, pero sólo como amigo galante, nunca como amante. Si hiciera el amor con ella en su estudio de Ginebra, pasaría en un mismo día de una mujer a otra, de la esposa a la amante y de la amante a la esposa y, dado que en Ginebra los matrimonios duermen en una misma cama, a la francesa, pasaría por lo tanto en unas pocas horas de la cama de una mujer a la cama de otra mujer. Creía que, de ese modo, humillaría a la amante y a la esposa y, al fin y al cabo, se humillaría a sí mismo. El amor que sentía por la mujer de la que se había enamorado hacía unos meses era para él algo tan preciado que trataba de crear para ella un espacio independiente en su vida, un territorio inaccesible de pureza. Con frecuencia era invitado a dar conferencias en diversas universidades extranjeras y ahora aceptaba fervientemente todas las invitaciones. Y como no eran bastantes, se inventaba además congresos y simposios ficticios, para poder justificar sus ausencias ante la esposa. <strong>La</strong> amante, que disponía libremente de su tiempo, lo acompañaba. Así hizo posible que ella conociera, en breve plazo, muchas ciudades europeas y una norteamericana. — Dentro de diez días, si no te parece mal, podríamos ir a Palermo —dijo. — Prefiero Ginebra —respondió. Estaba ante el caballete, con un cuadro a medio hacer, y contemplaba su obra. — ¿Cómo pretendes vivir sin conocer Palermo? —intentó bromear. — Ya conozco Palermo —dijo. — ¿Y eso? —preguntó casi celoso. — Una amiga mía me mandó una postal desde allí. <strong>La</strong> pegué en el water. ¿No te has fijado? — Luego añadió—: Había un poeta de principios de siglo. Era ya muy viejo y su secretario lo llevaba a pasear. «Maestro», le dice, «¡mire al cielo! ¡Hoy vuela sobre nuestra ciudad el primer avión!». «Me lo puedo imaginar», dijo el maestro a su secretario y no levantó los ojos <strong>del</strong> suelo. Ves, pues yo me puedo imaginar Palermo. Hay los mismos hoteles y los mismos coches que en las demás ciudades. Al menos en mi estudio hay siempre cuadros diferentes. Franz se puso triste. Se había acostumbrado a que existiera una relación tan directa entre la vida amorosa y los viajes que su invitación «¡vamos a Palermo!» contenía un mensaje inequívocamente erótico. Por eso la afirmación «¡prefiero Ginebra!» tenía para él un sentido claro: su amante ya no le quiere como amante. ¿Cómo es posible que se sienta tan inseguro ante ella? ¡No había el menor motivo! Fue ella y no él la que tornó la iniciativa erótica poco después de que se conocieran; él era un hombre guapo, estaba en la cima de su carrera científica e incluso era temido por sus colegas, porque en las discusiones científicas era orgulloso y empecinado. Y entonces, ¿por qué piensa todos los días que su amante va a abandonarlo? <strong>La</strong> única explicación que encuentro es la de que el amor no era para él una prolongación de su vida pública, sino el polo opuesto. Significaba para él el deseo de ponerse a merced de la mujer amada. Quien se entrega a otro como un soldado que se rinde, debe hacer previamente entrega de cualquier tipo de arma. Y si se queda sin defensa alguna ante un ataque, no podrá evitar preguntarse: ¿Cuándo llegará el ataque? Por eso puedo decir. Para Franz el amor significaba la permanente espera de un ataque. Mientras él se entregaba a su angustia, su amante dejó el pincel y se fue a la habitación contigua. Volvió con una botella de vino. Sin decir palabra la abrió y sirvió dos vasos de vino. Sintió una sensación de alivio; se daba risa a sí mismo. <strong>La</strong> frase «prefiero Ginebra» no significa que no tenga ganas de hacer el amor con él, sino, por el contrario, que ya no quiere limitar los momentos de amor a las ciudades extranjeras. Ella alzó la copa y se la bebió de un trago. Franz también levantó la copa y bebió. Naturalmente, estaba muy contento de que la negativa a viajar a Palermo hubiera resultado <strong>ser</strong> una invitación a hacer el amor, pero, al mismo tiempo, lo lamentaba un poco: su amante había decidido
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has firmado las dos mil palabras?»
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El hijo dijo: — Aquí no hay nada
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conocía a aquella muchacha, que no
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multiplicarse. A esta fe la denomin
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mayor conflicto que podía producir
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convertir cualquier teoría en part
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no por un caballo. No hay seguridad
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carretera por la que la humanidad,
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Temo que se queden con él, así, s
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no. Era una mirada de terrible, ins
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cosas más bellas de lo que eran an
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en paz y, mientras Karenin se estab
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una de ellas, una mesa de noche con
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