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meditando el museo<br />
Los museos suelen tener<br />
nombres explícitos –museo de<br />
arte contemporáneo, museo<br />
arqueológico, museo de ciencias<br />
naturales–, pero hay uno en Jerez al<br />
que han bautizado como si se tratase<br />
de un auténtico reducto de la<br />
fantasía. Me refiero al llamado<br />
Palacio del Tiempo, cuya simple<br />
referencia onomástica remite a algún<br />
previsible cuento infantil. Pero no, el<br />
Palacio del Tiempo no es ninguna<br />
invención quimérica: es justamente<br />
un extraordinario museo de relojes.<br />
Que yo sepa, y fantasías aparte, no<br />
existe una colección semejante en<br />
toda Europa y muy pocas en<br />
el mundo.<br />
Este Palacio del Tiempo tiene un<br />
acusado aire victoriano y se levanta<br />
en uno de los más característicos<br />
enclaves del antiguo Jerez: el barrio<br />
de Santiago. Conocido como La<br />
Atalaya, el palacio fue remodelado<br />
con una elegancia genuinamente<br />
decimonónica y se rodea de un<br />
hermoso jardín con parterres<br />
frondosos, árboles centenarios y una<br />
airosa fuente sobre la que evoluciona,<br />
con oportuna precisión, un giroscopio.<br />
El museo propiamente dicho ocupa<br />
una serie de amplios salones<br />
distribuidos alrededor del bello patio<br />
central, y exhibe una colección de<br />
relojes antiguos –datados entre el<br />
siglo XVII y el XIX– verdaderamente<br />
excepcional.<br />
La colección primitiva constaba de<br />
152 relojes y pertenecía a la condesa<br />
de Gavia, una señora muy devota<br />
que legó ese tesoro a los Padres<br />
Capuchinos, pasando posteriormente<br />
a ser propiedad de la Fundación<br />
Andrés de Ribera, que es la que<br />
actualmente la custodia. Hace un<br />
cuarto de siglo, y en sucesivas<br />
adquisiciones, la “cronoteca”<br />
–permítaseme este neologismo–<br />
aumentó su fondo con 74 nuevos<br />
relojes procedentes de la colección<br />
Pedro León y, poco después, con un<br />
centenar de piezas más, completando<br />
así el actual conjunto de los relojes<br />
expuestos, que alcanza la respetable<br />
cifra de 302 piezas, muchas de ellas<br />
únicas en el mundo.<br />
Resulta evidente que esos relojes, tan<br />
llamativos desde una doble<br />
valoración técnica y artística, estaban<br />
concebidos para el disfrute de unos<br />
pocos. Su función se reducía al<br />
exclusivo lucimiento en palacios y<br />
casas suntuosas. Eran obras<br />
maestras de cuya utilidad –y de cuya<br />
belleza– sólo se beneficiaban algunos<br />
privilegiados, lo que en ningún caso<br />
estaba reñido con la extraordinaria<br />
precisión de las maquinarias y la<br />
inventiva sorprendente de los<br />
maestros relojeros. Al margen de<br />
estos notables atributos mecánicos,<br />
las cajas respondían a unos<br />
magníficos alardes ornamentales.<br />
Construidas en bronce dorado,<br />
maderas nobles, marfiles, cristales<br />
exquisitos o mármoles selectos, sus<br />
elementos decorativos mostraban una<br />
singular delicadeza artística, de<br />
acuerdo con los dictados estilísticos<br />
de cada época y con la temática más<br />
en boga. Procedían principalmente de<br />
talleres ingleses y franceses –y en<br />
menor medida, italianos, suizos y<br />
alemanes– y constituyen hoy un<br />
auténtico tesoro del arte y el oficio de<br />
la relojería.<br />
La historia del reloj, es decir, de una<br />
máquina dotada de movimiento<br />
uniforme, se remonta a épocas muy<br />
antiguas. Es cierto que la medida del<br />
tiempo ha sido, casi desde que el<br />
mundo es mundo, una necesidad<br />
humana cada vez más apremiante. El<br />
hombre tenía que controlar el avance<br />
Palacio del Tiempo, cuya<br />
simple referencia<br />
onomástica remite a algún<br />
previsible cuento infantil.<br />
Pero no, el Palacio del<br />
Tiempo no es ninguna<br />
invención quimérica: es<br />
justamente un extraordinario<br />
museo de relojes<br />
del día o el retroceso de la noche<br />
para poder ajustarlos a sus<br />
necesidades vitales. Y para ello<br />
comienza observando la altura del<br />
Sol o la posición de las estrellas o<br />
incluso las mudanzas que afectaban<br />
a lo largo del día a algunas plantas.<br />
Cuando se abría, por ejemplo, una<br />
determinada flor era llegada la hora<br />
de emprender una tarea precisa. La<br />
adecuación de las propias actividades<br />
al transcurso del tiempo favorecía de<br />
hecho los usos y costumbres<br />
cotidianos. De esa necesidad fueron<br />
naciendo el reloj de agua o clepsidra,<br />
el de arena o ampolleta, el de sol, el<br />
de mercurio… A partir del siglo XIII<br />
se iría perfeccionando la relojería<br />
mecánica, que daría paso, en el XVII,<br />
al invento del péndulo, ya cuando se<br />
instaura el concepto de la división del<br />
día en horas y minutos, y cuando se<br />
crean esas obras de arte únicas y<br />
portentosas de los relojes –digamos–<br />
de salón.<br />
Hasta bien entrado el siglo XIX, la<br />
producción relojera no tiende a<br />
multiplicarse y a ponerse al alcance<br />
de una gran mayoría de ciudadanos.<br />
Los bellos y antiguos relojes de caja<br />
larga, de sobremesa o de bolsillo, al<br />
tiempo que perfeccionan sus<br />
mecanismos y aprovechan los<br />
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