que me veo empujado para expresar estas ideas en este artículo, generarán nuevas palabras, palabras que retrucarán, que rechazarán, que apoyarán, que circularán, en un bucle eterno, eterno bucle, que, como siempre, no nos llevará a nada. A nada. FCh
NARRATIVA El síndrome de Lugrís El riachuelo de su cordura acabó por secarse: ayer ingresó mi amigo Manuel Lugrís en el Hospital Psiquiátrico de Conxo. Severina, su hermana y único familiar desde que Manuel enviudó, tomó la decisión “para ahorrarle grimos y descalabros a él mismo o a los demás” y me pidió que los acompañara. Era una de esas tardes que se van cuajando de oro viejo. Frente a la entrada, mientras lo ayudaba a salir del vehículo, el aire nos rodeó con unas hilachas de ese olor, entre montaraz y eucarístico, a humedad tibia de las manzanas tabardillas que tantas veces recogí para costearme los estudios, y que tanto gustaron siempre a Manuel. Severina, nerviosa como un lobo cuando ventea a los trasgos, conversó con médicos, esgrimió informes y firmó papeles. Ya en la habitación, acariñó a su hermano mayor con aspereza y, sin ocultar su impaciencia, me dirigió un ademán explícito para que abandonáramos el lugar. De temperamento reservado, me envalentoné sin embargo como si un vino cacholán se me hubiera subido de pronto a la cabeza: preferí quedarme. Al menos por una vez, la lealtad prevalecería sobre la timidez. Cuando la lechuza alzó súbitamente el vuelo, arrimé una silla a la cama para acompañar un rato a mi amigo y lloré en silencio. Podía entender lo sucedido, la peculiaridad de la sinrazón de Manuel, no sólo porque la amistad permite comprender mejor las causas de una tragedia ― sobre todo la irmandade crecida en la hondura de treinta años ―, sino porque asistí desde el principio a su aciago encuentro con las luciérnagas del delirio, con la imagen que suscitó su creciente pavor, atónito primero,