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Excodra XXVII: La sociedad

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tampoco tengo capa de Santo.<br />

Desde que comenzó a tomar los antipsicóticos, como si de bicheiros de<br />

hierro y vara larga se tratara, éstos<br />

― junto con la reclusión y en la medida<br />

que resultaba posible ― habían mantenido a Manuel apartado de la recóndita<br />

embriaguez de sus visiones. Pero, a cambio de languidecer sin estridencias, de<br />

este hermetismo bovino, de miradas fijas e inexpresivas, de esta contención de<br />

su equilibrio psíquico, la melancolía se le fue adhiriendo como el liquen a las<br />

viejas piedras. Aquel estado se prolongó hasta las primeras semanas del otoño.<br />

Pronto se hizo evidente que Manuel, por su propia dejadez, prescindía ya de la<br />

medicación, lo que tuvo el efecto inmediato del insomnio, las cefaleas y la<br />

irritabilidad. Como aquel santo soñador, Don Ero, que embelesado con el<br />

canto de un pájaro en el bosque descubrió que habían pasado cien años<br />

cuando regresó al monasterio, de pronto Manuel volvió a despertar a su<br />

urticante desarreglo visual; se vio acorralado otra vez por el retablo furioso,<br />

por la bambullada de rostros que se solapaban entre sí; impelido a batallar<br />

contra esa idea tétrica y pendenciera, la repulsiva afinidad de todos los rostros<br />

humanos, de la simetría y proporciones de sus órganos sensitivos; contra lo<br />

monstruoso de esa horma única de la especie perfeccionada a lo largo de<br />

millones de años, de esos rostros que obedeciendo a un esquema hacen causa<br />

común entre ellos y que por dentro son el mismo hueso. Aunque yo le<br />

insistiera que no hay dos caras iguales, a él no lo engañaba<br />

― llegó a decirme<br />

a su modo, con la expresión desorientada ― ese festín de máscaras, ese zoco<br />

abrumador de mínimos rasgos diferenciales, esa farsa de identidades plurales,<br />

ese despilfarro de atributos y muecas, esa constelación estofada de bocachas,<br />

de bigotes y barbas, de pliegues y hoyuelos, de gafas y pendientes; para él, la<br />

piel de los rostros era transparente y se ceñía al abyecto troquel de la calavera.<br />

“Todo o que cae na rede e peixe”, repetía. Solventar su pelea con la perniciosa<br />

figura de su imaginación, en la que las facciones de todos los rostros se<br />

encabalgaban incesantes en uno solo, como vistos a través de la temblorosa

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