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Excodra XXVII: La sociedad

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terrible confirmación de su tormento mental, al que me dolía haber<br />

considerado hasta ahora más como una abrasión paulatina que como un<br />

cataclismo. <strong>La</strong>rvado durante un año, el miedo eclosionaba con cada jadeo. Mi<br />

corazón, que menguaba como menguan las orejas bajo la tormenta, era<br />

conducido atropelladamente hacia la Doiro por una ventada de agujas, suturas<br />

y miembros gangrenados. En tanto esquivaba a la gente en los espesos lagos<br />

escarlatas de las aceras y se apoderaba de mí el enojo contra Severina y contra<br />

mí mismo, los recuerdos anteriores a aquella insidiosa pesadilla corrieron a<br />

agruparse como esquirlas de hierro en un imán: reviví las frases familiares de<br />

Manuel, la retranca de siempre de su conversación, su vozarrón mitigado por<br />

el bigote canoso al acometer la hoja deportiva o al preparar para todos un<br />

magosto con castañas asadas y vino nuevo, pocas veces malencarado, fumando<br />

sentado en un tajuelo después de la ascensión al Monte Pedroso, su risa franca<br />

en O Gato Negro tras darme una calugada en el cogote, su mirada de diáfana<br />

melancolía en un velador del Derby, frente a las ventanas emplomadas,<br />

mientras me contaba que había soñado con Olalla desenredándose el pelo al<br />

sol, como la sirena de piedra que espera a los náufragos en la isla de Sálvora.<br />

<strong>La</strong> amedrentadora presencia de la ambulancia, que abandonaba el lugar<br />

cuando llegué a la puerta del edificio, hizo que las reliquias del pasado se<br />

disiparan de mi memoria como la bruma dorada en el interior de una fraga.<br />

Si anticipé una Severina de ojos desencajados y llorosos, sumida en un<br />

vociferante ataque de nervios ante la visión del paxaro da morte o purgando su<br />

culpa con tisanas, si imaginé un Manuel debatiéndose en la cama, la boca<br />

contraída en un rictus de desesperación, me equivoqué. Al verme entrar,<br />

Severina no emitió ningún doliente balido. Mano sobre mano, adusta,<br />

distante, se limitó a negar en breve con la cabeza, lo que no era más que otra<br />

forma de reprender al hermano que acababa de avergonzarla. <strong>La</strong> situación me<br />

pareció aún más espantosa. Un silencio de incómodo asombro, grotesco a<br />

fuerza de lasitud y conmiseración, humillaba la penumbra. Poco después,

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