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terrible confirmación de su tormento mental, al que me dolía haber<br />
considerado hasta ahora más como una abrasión paulatina que como un<br />
cataclismo. <strong>La</strong>rvado durante un año, el miedo eclosionaba con cada jadeo. Mi<br />
corazón, que menguaba como menguan las orejas bajo la tormenta, era<br />
conducido atropelladamente hacia la Doiro por una ventada de agujas, suturas<br />
y miembros gangrenados. En tanto esquivaba a la gente en los espesos lagos<br />
escarlatas de las aceras y se apoderaba de mí el enojo contra Severina y contra<br />
mí mismo, los recuerdos anteriores a aquella insidiosa pesadilla corrieron a<br />
agruparse como esquirlas de hierro en un imán: reviví las frases familiares de<br />
Manuel, la retranca de siempre de su conversación, su vozarrón mitigado por<br />
el bigote canoso al acometer la hoja deportiva o al preparar para todos un<br />
magosto con castañas asadas y vino nuevo, pocas veces malencarado, fumando<br />
sentado en un tajuelo después de la ascensión al Monte Pedroso, su risa franca<br />
en O Gato Negro tras darme una calugada en el cogote, su mirada de diáfana<br />
melancolía en un velador del Derby, frente a las ventanas emplomadas,<br />
mientras me contaba que había soñado con Olalla desenredándose el pelo al<br />
sol, como la sirena de piedra que espera a los náufragos en la isla de Sálvora.<br />
<strong>La</strong> amedrentadora presencia de la ambulancia, que abandonaba el lugar<br />
cuando llegué a la puerta del edificio, hizo que las reliquias del pasado se<br />
disiparan de mi memoria como la bruma dorada en el interior de una fraga.<br />
Si anticipé una Severina de ojos desencajados y llorosos, sumida en un<br />
vociferante ataque de nervios ante la visión del paxaro da morte o purgando su<br />
culpa con tisanas, si imaginé un Manuel debatiéndose en la cama, la boca<br />
contraída en un rictus de desesperación, me equivoqué. Al verme entrar,<br />
Severina no emitió ningún doliente balido. Mano sobre mano, adusta,<br />
distante, se limitó a negar en breve con la cabeza, lo que no era más que otra<br />
forma de reprender al hermano que acababa de avergonzarla. <strong>La</strong> situación me<br />
pareció aún más espantosa. Un silencio de incómodo asombro, grotesco a<br />
fuerza de lasitud y conmiseración, humillaba la penumbra. Poco después,