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Supuse ― deseé ― que aquella elucubración de mi amigo no persistiría más<br />
allá del amanecer y, animándolo a acostarse, me despedí de él hasta el día<br />
siguiente. Comprobé de reojo que su mirada no me acompañó hasta la puerta,<br />
que seguía con lo que estaba, inmóvil, pastoreando el suelo.<br />
El sol ya había puesto sus sábanas a clareo en el aire límpido del<br />
domingo cuando me dirigí a la Rúa do Doiro. Manuel tardó en responder al<br />
portero automático. Subí los escalones con impaciencia, preguntándome si mi<br />
amigo habría logrado espantar las confusas sombras que lo acuciaban o si<br />
seguiría sumido en el desasosiego. Al abrirme la puerta, me topé con sus<br />
ojeras y sus andares de folán sin fuerzas. Ante aquel penoso estado anímico,<br />
resolví tratarlo despreocupadamente, como a un enfermo grave se le finge que<br />
rebosa salud: confianzudo, solícito, impetuoso, descorrí cortinas y visillos, abrí<br />
el balcón, levanté a Manuel de la butaca de ratán que tanto desentonaba en la<br />
discreta decoración del piso y lo insté a lavarse y a cambiarse de ropa con<br />
cucarandainas (que no había nacido él para hacer recuento de baldosas, que el<br />
día era espléndido, que se despejaría, que hallaría alivio, que home sentado<br />
non fai mandado). Y aunque inició amagos de protesta y lo notaba, como<br />
mínimo, vulnerable, lo arrastré a regañadientes a la calle.<br />
Sorteando la suntuosa quincallería de siglos, su episcopal<br />
monumentalidad verdín y plata, subimos hasta el Parque de la Alameda.<br />
Manuel, cabizbajo, rehuía en todo momento los rostros de los transeúntes<br />
como se evita mirar fijamente el penacho luminoso del fuego de San Telmo.<br />
Resultaba evidente que para Manuel la aglomeración ya no era alegre ni,<br />
sobre todo, transitable. A medida que nos trabábamos con la marea (turistas,<br />
fieles, parejas, familias sujetando como alegres reos a perros de todos los<br />
tamaños) que, moteada por alguna sotana, fermentaba en la orilla de las<br />
calles, plazas y avenidas, la ansiedad le crecía en el rostro como la sombra de<br />
una torre. En el Paseo de la Herradura me fui cerciorando de que Manuel aún<br />
seguía encadenado a esa neurosis nacida de la proximidad de los demás, de