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Excodra XXVII: La sociedad

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Supuse ― deseé ― que aquella elucubración de mi amigo no persistiría más<br />

allá del amanecer y, animándolo a acostarse, me despedí de él hasta el día<br />

siguiente. Comprobé de reojo que su mirada no me acompañó hasta la puerta,<br />

que seguía con lo que estaba, inmóvil, pastoreando el suelo.<br />

El sol ya había puesto sus sábanas a clareo en el aire límpido del<br />

domingo cuando me dirigí a la Rúa do Doiro. Manuel tardó en responder al<br />

portero automático. Subí los escalones con impaciencia, preguntándome si mi<br />

amigo habría logrado espantar las confusas sombras que lo acuciaban o si<br />

seguiría sumido en el desasosiego. Al abrirme la puerta, me topé con sus<br />

ojeras y sus andares de folán sin fuerzas. Ante aquel penoso estado anímico,<br />

resolví tratarlo despreocupadamente, como a un enfermo grave se le finge que<br />

rebosa salud: confianzudo, solícito, impetuoso, descorrí cortinas y visillos, abrí<br />

el balcón, levanté a Manuel de la butaca de ratán que tanto desentonaba en la<br />

discreta decoración del piso y lo insté a lavarse y a cambiarse de ropa con<br />

cucarandainas (que no había nacido él para hacer recuento de baldosas, que el<br />

día era espléndido, que se despejaría, que hallaría alivio, que home sentado<br />

non fai mandado). Y aunque inició amagos de protesta y lo notaba, como<br />

mínimo, vulnerable, lo arrastré a regañadientes a la calle.<br />

Sorteando la suntuosa quincallería de siglos, su episcopal<br />

monumentalidad verdín y plata, subimos hasta el Parque de la Alameda.<br />

Manuel, cabizbajo, rehuía en todo momento los rostros de los transeúntes<br />

como se evita mirar fijamente el penacho luminoso del fuego de San Telmo.<br />

Resultaba evidente que para Manuel la aglomeración ya no era alegre ni,<br />

sobre todo, transitable. A medida que nos trabábamos con la marea (turistas,<br />

fieles, parejas, familias sujetando como alegres reos a perros de todos los<br />

tamaños) que, moteada por alguna sotana, fermentaba en la orilla de las<br />

calles, plazas y avenidas, la ansiedad le crecía en el rostro como la sombra de<br />

una torre. En el Paseo de la Herradura me fui cerciorando de que Manuel aún<br />

seguía encadenado a esa neurosis nacida de la proximidad de los demás, de

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