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Excodra XXVII: La sociedad

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cebaba con bolas de maíz y pan remojado en moscatel ― y, en torno a una<br />

lumbre de cepa, tintar de rojo algunos tazones o dar cuenta de una trucha<br />

escabechada junto al viejísimo y pernicorto amigo de mi padre. Hubiera<br />

querido que, tras levantarnos con el alba, prismáticos al cuello, entreteniendo<br />

el cayado en pinadas y escarpes de viñedos, siguiéramos el Camiño Real hacia<br />

donde cae el monasterio de Santa Cristina de Ribas de Sil, oculto bajo las<br />

hojas de sus castaños y el bordón de sus abejas.<br />

De regreso en el piso de la Doiro, encontré a Manuel más apesarado<br />

todavía, más débil, con la boca seca; el abotagamiento producido por los<br />

sedantes le había ensanchado el rostro e hinchado manos y abdomen como el<br />

fol de una gaita, la espalda se le combaba un poco y la piel parecía un<br />

mortecino pliego de papel de barba. Aquel leve olor a membrillo que adobaba<br />

las habitaciones se había desvanecido. Ahora olía a encierro, a incuria, a<br />

tristeza de animal que da vueltas en círculo atado a una noria, ciegamente,<br />

ebrio de sus propias cavilaciones. Antes de entrar, como un niño que jugara al<br />

buscalume, pregunté en voz alta “¿Nesta casiña hai lume?”. Pero nadie contestó<br />

el consabido “Naquela que hai fume”. En esta casa no había humo, me dije: el<br />

recibimiento de mi amigo no podría ser considerado una fiesta pero, si me<br />

esforzaba por encontrar sus ojos esquivos, podía vislumbrar a través de una<br />

pequeña brecha en el muro de su reserva, de su desesperanza, una extraviada<br />

llama de reconocimiento o de alegría. Me interrogó sobre las vacaciones con<br />

pocas, adormiladas palabras. Mientras le contaba, me sorprendí pensando en<br />

reprocharle a su hermana el agravio de su desatención y crueldad, en exigirle<br />

una más estrecha supervisión médica de Manuel, en conminarla a buscar otros<br />

diagnósticos, otro tratamiento, e incluso en llevar a cabo yo mismo esos<br />

cambios sin su plácet. Había olvidado los ojos helados de Severina, había<br />

olvidado que aborrezco instintivamente ordenar rumbos a los demás, que<br />

propendo a la cobardía, que me siento vejado por las súplicas y ¿por qué<br />

negarlo? que no deseaba oír a esa bruja de Cotoriño reprochándome que yo

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