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cebaba con bolas de maíz y pan remojado en moscatel ― y, en torno a una<br />
lumbre de cepa, tintar de rojo algunos tazones o dar cuenta de una trucha<br />
escabechada junto al viejísimo y pernicorto amigo de mi padre. Hubiera<br />
querido que, tras levantarnos con el alba, prismáticos al cuello, entreteniendo<br />
el cayado en pinadas y escarpes de viñedos, siguiéramos el Camiño Real hacia<br />
donde cae el monasterio de Santa Cristina de Ribas de Sil, oculto bajo las<br />
hojas de sus castaños y el bordón de sus abejas.<br />
De regreso en el piso de la Doiro, encontré a Manuel más apesarado<br />
todavía, más débil, con la boca seca; el abotagamiento producido por los<br />
sedantes le había ensanchado el rostro e hinchado manos y abdomen como el<br />
fol de una gaita, la espalda se le combaba un poco y la piel parecía un<br />
mortecino pliego de papel de barba. Aquel leve olor a membrillo que adobaba<br />
las habitaciones se había desvanecido. Ahora olía a encierro, a incuria, a<br />
tristeza de animal que da vueltas en círculo atado a una noria, ciegamente,<br />
ebrio de sus propias cavilaciones. Antes de entrar, como un niño que jugara al<br />
buscalume, pregunté en voz alta “¿Nesta casiña hai lume?”. Pero nadie contestó<br />
el consabido “Naquela que hai fume”. En esta casa no había humo, me dije: el<br />
recibimiento de mi amigo no podría ser considerado una fiesta pero, si me<br />
esforzaba por encontrar sus ojos esquivos, podía vislumbrar a través de una<br />
pequeña brecha en el muro de su reserva, de su desesperanza, una extraviada<br />
llama de reconocimiento o de alegría. Me interrogó sobre las vacaciones con<br />
pocas, adormiladas palabras. Mientras le contaba, me sorprendí pensando en<br />
reprocharle a su hermana el agravio de su desatención y crueldad, en exigirle<br />
una más estrecha supervisión médica de Manuel, en conminarla a buscar otros<br />
diagnósticos, otro tratamiento, e incluso en llevar a cabo yo mismo esos<br />
cambios sin su plácet. Había olvidado los ojos helados de Severina, había<br />
olvidado que aborrezco instintivamente ordenar rumbos a los demás, que<br />
propendo a la cobardía, que me siento vejado por las súplicas y ¿por qué<br />
negarlo? que no deseaba oír a esa bruja de Cotoriño reprochándome que yo