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Excodra XXVII: La sociedad

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los seres vivos, dos mitades pegadas, una parte anterior y otra posterior e<br />

iguales funciones fisiológicas. No tiene más misterio, almiña de Dios<br />

― continuó con la franqueza un tanto agreste propia de los de Combarro ―: el<br />

mismo molde, las mismas piezas bien casadas, el mismo pellejo. Tan cierto<br />

como que as bostas fan as espigas e as espigas fan o pan. De hecho<br />

― concluyó ― a la mayoría nos cuesta distinguir o recordar los rasgos faciales<br />

de los que están fuera de nuestras vidas; y es evidente que más allá de<br />

nuestras fronteras, y con seguridade en otras razas, las identidades comienzan<br />

a borrarse.<br />

Me quedé suspenso contemplando a Regueira, celebrando que aquellas<br />

revelaciones concluyentes me serenaran como si una brisa fina, plena, gentil,<br />

se abriese paso en los orificios de mi nariz después de meses de encierro<br />

sofocador. Desde entonces, ya no pude sacudirme nunca la idea de impronta<br />

biológica, de eje de simetría, de repetición de la plantilla universal pese a las<br />

facciones intercambiables. Entendí, como si lo hiciera por primera vez, que<br />

éramos ecos de la misma voz, boureles de corcho de la misma red; comencé a<br />

ver misteriosas resonancias, a tolerar la posibilidad de que todos estemos<br />

repetidos, de que todos los rostros fueran el mismo hombre y la misma mujer<br />

y de que nadie pudiera arrogarse la vanidad, la ilusión de lo único. Y, sin que<br />

tuviera apenas noción de ello, a hurtadillas, examinaba caras fugaces de la<br />

calle para despojarlas de sus diversas expresiones, para apartarlas de sus<br />

engañosos signos de identidad<br />

― como cuando siendo niño, entre tragos de<br />

agua de Carabaña, bocados de calostros con azúcar sobre rebanadas de<br />

hogaza alta y crujiente e historias de enanos y tesoros, ayudaba a mi madre a<br />

separar las chinas de los inacabables montoncitos de lentejas pardinas ― en<br />

busca del estaribel común, del encofrado original. Pocos días después, sentado<br />

frente a Aguedita en una desabrida cena navideña, vi por un instante,<br />

clarísimamente<br />

― favorecido quizá por su gesto ceñudo y por la luz cenital del<br />

comedor ―,<br />

los distintivos del rostro de mi mujer como la figura de un ancla:

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