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comezón que me obligaba a rascarme y perder la concentración en lo esencial.<br />
Abrumado por la sucesión de sentimientos<br />
― recelo, preocupación, denuedo y<br />
desánimo eran como esos cabaliños que aparecen en el cielo de la tarde<br />
anunciando lluvia ―, se agregaba ahora el temor a dejarlo solo. Aun con<br />
acompañarlo a diario, todas las tardes y fines de semana que podía escapar de<br />
los barrotes cada vez más herrumbrados de mi matrimonio, me parecía poco.<br />
Manuel, puesto en el filo de la fatalidad y de la indefensión en un imparable<br />
crescendo, las mejillas hundidas y la mente desgastada como el granito del<br />
Pórtico de la Gloria contra el que, durante siglos, los peregrinos han dado sus<br />
siete cabezazos, había empezado a balancearse con los ojos extraviados, a<br />
tener convulsiones que restallaban después, falto de aire, en sollozos de una<br />
pesadumbre inconcebible. Temeroso de su efecto, busqué con tiento la forma<br />
de convencer a Severina de la necesidad de llevar a su hermano al servicio de<br />
urgencias psquiátricas. No sin disgusto, y aprovechando uno de los escasos<br />
momentos de sosiego de Manuel, Severina accedió y me permitió<br />
acompañarlos. El médico de guardia repasó el historial, hizo una rápida<br />
evaluación, confirmó el diagnóstico, sustituyó la clozapina por haloperidol y<br />
aconsejó el internamiento; al que Severina, inconmovible, se opuso con una<br />
mueca de dignidad ultrajada: “Xa se verá”.<br />
Lo que sucedió dos días después nunca podré olvidarlo. <strong>La</strong> hermana de<br />
Manuel, que me llamaba con cierta frecuencia para transmitirme órdenes<br />
puntuales y caprichosas, me localizó telefónicamente en la librería Galí<br />
mientras conversaba con el sobrino de Higinio Fuciños acerca de la salud de<br />
avecilla de su tío<br />
― propietario de la misma, hombre bueno, de gran<br />
curiosidad ―, y donde debía recoger sin falta unos libros para la biblioteca del<br />
colegio: mi amigo había intentado amputarse la cara con la navaja de afeitar.<br />
No pude reprimir el estupor ni el estremecimiento. Dejé los libros y me dirigí a<br />
la carrera por la Rúa do Vilar hacia el piso de Manuel. <strong>La</strong> bóveda del cielo<br />
parecía estrecharse contra mi cráneo. Corría aturdido, negándome a aceptar la