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contundencia para obligarlo a que me mirara a los ojos, e intentar que entrara<br />
en razón una última vez. Pero, petrificado el gesto, separado definitivamente<br />
del mundo, mi amigo seguía siendo incapaz de devolverme la mirada, su<br />
mirada sin parpadeo, febril y remisa, de dolorosa ansiedad, dirigida a un lugar<br />
inexistente. Parecía traspasado, intoxicado para siempre por el lóbrego<br />
hechizo de esa percepción insaciable, simultánea, ese énfasis de máscaras<br />
repetidas en piedra viva, esos millones de rostros que hacía comparecer en<br />
una única faz. Ni siquiera cerrando fuertemente los ojos<br />
― me dijo Manuel en<br />
más de una ocasión ― podía defenderse, ni escapar de aquella lejana<br />
interferencia visual que sufrió frente a la Sala Teatro Yago, de esa imagen<br />
fijada en su retina, de esa despótica reverberación que entrevió bajo la carne<br />
cambiante y que colmaba su consciencia como si fuera un mundo en sí mismo.<br />
Sugestionado por la excitación, la persistente replicación de las facciones<br />
humanas siempre estaría ahí, en su cabeza, repiqueteando como palillos de<br />
Camariñas, y nunca podría ser aniquilada. A veces, cuando bajaba la bolsa de<br />
la basura por las escaleras, Caridade aparecía de pronto y su voz y sus ojos<br />
taimados me perseguían hasta la calle como un arquero desde los adarves de<br />
una muralla, repitiéndome la salmodia de que debería llevar custe o que custe a<br />
don Manuel (lo llamaba ahora así con una mofa cifrada y obscena) al pie de<br />
un cruceiro, arrodillarlo y esparcir una ofrenda de flores y ramas tiernas para<br />
que no perdiera el tino del todo, porque si no velahí que ni las oraciones de<br />
San Gonzalo, capaz de detener as naves dos bárbaros desde el mirador de A<br />
Frouxeira, ni las de San Fructuoso, que caminó sobre las aguas desde la isla de<br />
Tambo hasta Poio, podrían en jamás devolverle el seso.<br />
Mi propia vida ocupaba en ese momento un lugar subordinado ante los<br />
estragos que aquel miedo cerval, aquella perturbación devoradora, causaban<br />
en mi amigo. <strong>La</strong> contemplación de su padecimiento me quitaba el gusto de<br />
todo, sentía detenerse la savia de las horas, caía en largas somnolencias y el<br />
trabajo, e incluso Aguedita y mis hijos, no eran más que una exasperante