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convencimiento, y Manuel un perito mercantil recio, desenvuelto, silbador y<br />
de los pocos que no pisaban el Ilustre Colegio de Abogados. Según me<br />
confesó, el carecer de formación jurídica completa le impedía prestar fe<br />
pública general, abocándolo a una rentabilidad limitada, a poco más que la<br />
elaboración de contratos, poderes mercantiles y actas constitutivas de<br />
<strong>sociedad</strong>es pequeñas o efímeras. No obstante, me sorprendió comprobar que<br />
―incluso sin ingresos estables, sin demasiados clientes ni ambición, sin ir<br />
jamás de cuartillo con ningún socio ― podía maniobrar en la vida con soltura y<br />
dignidad pasmosas al timón de cierta indolencia, tutelado comprensivamente<br />
por Olalla. Aunque para alcanzar ese propósito, ese horizonte precario,<br />
fugitivo, se vio obligado en ocasiones a sacar el arpón de la horquilla y<br />
lanzarlo contra algún fiero pez que amenazaba su pequeño mar laboral, a<br />
amasar pleitos y afrentas, a sobrevivir a calumnias y a deslizarse sobre<br />
ingratitudes.<br />
De baja estatura, pero corpulento y tieso como un buen cazador de<br />
perdices, con pesados párpados de abad, temprano bigote canoso y dos dedos<br />
metidos en el bolsillo del chaleco<br />
― lo que por extraño que parezca le prestaba<br />
un aura de campechanía y no de altivez ―, Manuel Lugrís solía poner ironía en<br />
sus comentarios como quien clava en el vaso una rodajita de limón; y su risa,<br />
al contrario que la mía, era la de un churrusqueiro, siempre regocijada.<br />
Gustaba (hablo en pretérito porque de ser el amigo para toda la vida, el más<br />
próximo y querido, al que uno entrega de buena gana sus pocos secretos, pasó<br />
a ser ― tras caer en el enojoso abismo de su obstinación ― el más evasivo y<br />
huraño y luego, al arribo de una melancolía sin norte, el paciente perdido<br />
quizá de forma definitiva en su catalepsia, un náufrago de la vida, una entidad<br />
fantasmal para la que no rige ya calendario), gustaba, digo, del tabaco de<br />
picadura para liar y del vino de Portomarín, le complacía meter el diente a los<br />
quesos del Cebreiro y sabía distinguir los cugumelos venenosos de los<br />
comestibles. Si por esclarecimiento, por hilvanar razones o por expiar mi