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Excodra XXVII: La sociedad

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angustia ante el devastador estado de Manuel, tuviera que dar cuenta cabal de<br />

nuestra amistad, debería desenvainar todos los pormenores, acotar las mil<br />

pequeñas nadas de una vida apacible, deleitarme en ellas sin extraviar los<br />

contados momentos sórdidos; restablecer el albor de un compañerismo de tres<br />

décadas, el vínculo de nuestras voces condecorando la rutina con noticias<br />

comentadas, con atenuados asombros, con alguna partida de tute subastado<br />

ante la manteliña verde, con inofensivas apuestas, con las fracasadas<br />

estrategias de Manuel para dejar de fumar, con las algaradas piratas de mis<br />

hijos y las manías llevaderas de Aguedita ― mi mujer ―, con el amor jovial y<br />

sin reproches de Olalla ― seis años más joven que Manuel ― cobijado bajo sus<br />

ojos enormes y acuosos como brañales, con su cabello rojizo y su tenue<br />

perfume que recordaba la hierbaluisa; recobrar la complicidad de nuestras<br />

civilizadas discusiones o de nuestros cómodos silencios, la costumbre sabatina<br />

de nuestras dos cuncas de vino turbio en la barra de María Castaña o de O<br />

Gato Negro, de nuestros paseos diarios antes de penetrar a media tarde en ese<br />

palacio íntimo que es el Derby donde, ante una minúscula mesita lacada bajo<br />

la ventana de vidriedras de colores, nos confortaba el milagro de un<br />

chocolatito a la francesa o de un buen café con el almíbar puntiagudo de unas<br />

gotas de orujo; y, sobre todo, restaurar la pasión por los viajes cortos, por los<br />

paseos a pie, por la dócil intemperie de las camiñadas al interior del país, solos<br />

o en familia, en fines de semana o en vacaciones, excursionistas oreándose en<br />

un ir y venir, pausado pero perseverante, de moderadas aventuras que<br />

fatigaban nuestras piernas y alegraban nuestros corazones: la felicidad de la<br />

nieve sobre las pallozas en una remota y escarpada aldea de Los Ancares, del<br />

pétreo bestiario medieval de la catedral­fortaleza de Tui, de perderse en el<br />

torno de los vientos de Los Oscos o en la dulzura remansada del Valle de<br />

Amaía, de la fuente de las Nereidas en el claustro de Samos, del eco de<br />

nuestras risas en la Cueva del rey Cintolo, del cañón del Sil bajo el<br />

inmisericorde estruendo de la tormenta, del anciano Nicandro que nos

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