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Excodra XXVII: La sociedad

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sobrecogido y apesadumbrado después ante una locura tan pura, de la que<br />

aún desconozco su alcance final y cuyo origen pudiera parecerle a alguien<br />

carente de peso, una fruslería, casi una frivolidad lamentable y absurda. Es<br />

más, tengo la convicción de que a cualquiera que se le confíe la conducta de<br />

Manuel Lugrís en este último año, hallará los hechos incomprensibles o tan<br />

manifiestamente insensatos como si escuchara un día en su salón el canto del<br />

ruiseñor de la Gloria. Incluso a mí, sabedor de lo firme de sus cimientos, me<br />

cuesta reconocer a mi viejo compañero en esa figura ausente, de lastimoso<br />

aspecto y mirada sin destinatario, en esa roca antaño sólida sobre la que el<br />

oleaje de una curiosa pero dañina obsesión ha batido hasta desmoronarla por<br />

entero, como si hubiera estado expuesta sin piedad a la barba salobre del<br />

océano en la cara oeste de los cantiles de Punta do Castro.<br />

Hasta hace un año, nuestro pasado común era tan grato como una<br />

mañana de otoño en la solana de un pazo, con la salvedad (“Non hai sardiña<br />

sin espiña”, asumiría luego Manuel con entereza) de la muerte fulminante de<br />

Olalla un lustro antes, amarga sombra que mi amigo logró disipar<br />

enfrentándose al aturdimiento y al dolor con la terquedad con que se vence un<br />

mal sueño, sin olvidarlo nunca del todo. De ordinario, en el cauce por el que<br />

corrían nuestras vidas de homes de ben no había sobresaltos, ni incomodidades<br />

excesivas, pero tampoco momentos esplendorosos o de anhelante grandeza, y<br />

la plenitud de los posibles sueños era derrocada sistemáticamente por el<br />

adictivo bálsamo de la confortabilidad y la monotonía. No lo lamentábamos en<br />

absoluto, pues el saco de nuestro amor propio era muy liviano y el de las<br />

satisfacciones fácil de colmar.<br />

Habíamos estudiado juntos en los escolapios de Monforte sin el más<br />

mínimo pálpito de facer carreira algún día. Pasaron años y, cuando nos<br />

volvimos a ver, el forcejeo con el destino quiso derribarnos a ambos en<br />

Santiago: yo era un maestro pulcro y apocado, tirando a rubio, de hueso<br />

estrecho, que en los ratos libres escribía para sí prosas poéticas sin

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