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Excodra XXVII: La sociedad

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oca, por la pequeña pirámide carnosa de la nariz, por los anómalos rodetes<br />

de las orejas, por la irritante analogía colectiva de las cejas, de la frente, de las<br />

mejillas, de los pómulos, de los dientes. Yo buscaba con tiento la manera de<br />

insinuarle que tal prurito podía antojársele desmesurado a cualquiera. Él<br />

buscaba que comprendiera su desazón. Yo arrojaba una bolina de plomo para<br />

medir la profundidad de su paradójica desesperación. Él intentaba mostrarme<br />

el fulgor animal y atroz de la lógica de aquella visión simultánea, la tortura de<br />

aquella monotonía infinita de órganos pareados, más tangible para Manuel<br />

que el dolmen de Dombate o las torres de espuma que el diablo bufa por la<br />

sima del Buraco do Inferno, más real que el efluvio bravío del Umia entrando<br />

al mar en Arousa o la plaquita en los lavabos del Derby que recuerda que ahí<br />

orinaba Valle­Inclán. Yo intentaba convencerle de que el rostro nos identifica y<br />

distingue a todos. Él fabulaba con torbellinos de rostros de patrón semejante,<br />

y sugería que tal vez lo que no puede diferenciarse ya no está vivo ni puede<br />

salvarse. Éramos como dos dornas que siguen rumbos opuestos, aunque<br />

lleven la misma vela de trincado y el mismo casco de tingladillo.<br />

<strong>La</strong> luz guinda, inadvertidamente, dejó su lugar a la penumbra. El<br />

cigarrillo se había consumido hacía horas entre los dedos de Manuel. Esa<br />

tarde, cuando se impulsaba por la pendiente de sus pensamientos como sobre<br />

pedras de lavandeiras, a menudo guardaba un terco silencio y yo añoraba<br />

entonces la presencia de Olalla, el oloroso cobre de su cabello recogido en un<br />

pasador de nácar, los grandes ojos de agua en llamas, los pómulos algo<br />

apuntados, la fresca caricia de su sensatez y espíritu desprendido, el halo de<br />

criatura pacífica que se sabe inaplazablemente herida, el musgo del mal<br />

arraigando en su vientre mientras andaba de consulta con doctores sombríos;<br />

y la imaginaba vestida con un antiguo casabé que le llegaba más abajo de la<br />

cintura, la camelia bien bordada en el pecho, saciando a Manuel con los<br />

cariños pasados, dándole lustre con un abrazo estrecho, palpitante, de<br />

enramada acogedora y tierna, con un arrullo cómplice y terapéutico de bubela.

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