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Excodra XXVII: La sociedad

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las líneas de las cejas y los ojos reproducían el cepo; la línea de la nariz, la<br />

caña; y la boca, el brazo del áncora. Aquella precisa afinidad de los rasgos con<br />

el instrumento náutico, aunque transitoria, era también imperiosa y había<br />

estado ahí, al alcance de los sentidos, tan nítida y perfilada como los siete ojos<br />

del puente sobre el río Tambre. Todas las líneas habían coincidido en la<br />

misma rúbrica, una única forma, genésica, malsana, en una reliquia oculta<br />

pero a la vista de todos, un arquetipo sin desviaciones: el del espectro blanco<br />

de los huesos bajo la piel, con su promesa de oquedades. Sentí una náusea<br />

inmediata y, de esta visión, vine a pensar en mi desdichado amigo, y supe que<br />

el viejo licor de nuestra amistad acababa de ser removido, y que su brillo<br />

elemental era ahora más profundo y soberano.<br />

Con el paso de las semanas, la determinación de Manuel fue<br />

menguando. A medida que dejaron de escucharse las uñas de la lluvia en los<br />

cristales, a medida que la luz de los días cobraba fuerza y la primavera, con su<br />

imperio de brotecillos verdes y de trinos persiguiéndose en el aire perfumado<br />

y ensanchador, destruía lo que quedaba de la fría estación, mi amigo<br />

restringió sus callejeos. Por espacio de varios meses, mientras se había movido<br />

bajo el invernáculo oscuro y protector, deslizándose como un lobishome<br />

sigiloso, alerta e insociable, creí que las señales del funcionamiento irregular<br />

de sus nervios irían atenuándose hasta desaparecer, pero aquella dilación no<br />

fue más que un simulacro de mejoría y mi augurio otra evidencia de que yo<br />

solía dar unha no cravo e cento na ferradura. Ahora, más expuesto a la luz y a<br />

la gente que tomaba las calles, furioso, asediado por las mañanitas buenas de<br />

sol y las tardes desecadas y limpias, pasó a deambular otra vez sólo de noche<br />

como una solitaria ánima en pena extraviada de la Santa Compaña, hasta que<br />

la contienda que nunca terminaba retomó su curso y Manuel, intimidado, no<br />

volvió a abandonar el piso y se afincó para siempre en un pasmo melancólico,<br />

en una tristura de agonía.<br />

Su deriva mental se aceleraba, el parásito de la obsesión lo consumía

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