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Excodra XXVII: La sociedad

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asalto vikingo a las Torres del Oeste.<br />

Con creciente confianza, el gato receloso que había aceptado<br />

inesperadamente bajar de noche a beber la leche del platillo antes de escapar<br />

de nuevo a las tejas empezó, sin dejar de ser cauto, a aventurarse también en<br />

las tardes broncas de lluvia y en las madrugadas fosfóricas de niebla.<br />

Arrastrando su sombra entre la sombra humeante y sin pasamanos de la<br />

neblina o protegido por el parapeto de su paraguas y el de los pocos y<br />

apresurados viandantes con los que se cruzaba<br />

― de los que sólo alcanzaba a<br />

distinguir la mitad inferior del cuerpo ―, Manuel aireó en la calle el lento<br />

veneno de su ataque de pánico, de su pugna entre los ojos y la mente. Sus<br />

pasos atravesaron delicados orballos y atizadoras chuvascadas, vientos ariscos<br />

o gobernables, esponjosos o descomunales, rosetones de luz fría que abrían las<br />

farolas bajo los pendones negros de los edificios, cascadas que los canalones<br />

hacían rebotar contra un suelo lustroso hasta conseguir que lloviera para<br />

arriba. Como no pude acompañarlo casi nunca en estas clandestinas<br />

incursiones, me contaba que había caminado en la hora de entre lusco y fusco<br />

hasta los arcos del Consistorio, llegando incluso hasta el ciprés de <strong>La</strong>wson en<br />

el Parque de la Alameda, y que se demoró en la Porta da Mámoa para volver a<br />

contemplar esa luz tan especial ― como de vagón de tren a vapor ― tras los<br />

vitrales del café Derby. Me preocupaba saber si, al regresar a su piso después<br />

de cada trayecto, había aguantado el resuello. En las escasas ocasiones en que<br />

fui testigo, unas volvió como transfigurado y otras ganado por el agotamiento<br />

y las náusea, tras lo cual, invariablemente, prendía un cigarrillo y le daba una<br />

calada muy honda de pescador que sobrevive a la tormenta. Yo, que había<br />

perdido el hábito de albergar esperanzas, que dudaba sobre si el terror<br />

irracional que iba esquilmando la mente de Manuel tendría fin, consideraba<br />

ahora la posibilidad de vernos otra vez pidiendo un anticipo de ribeiro con<br />

orella y cachelos en una tasca de la Raíña. Con el oportuno paliativo de estas<br />

semanas, la situación era tal que ya celebraba íntimamente el reingreso de mi

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