La Hija de Homero - Robert Graves
Esta original e inspirada novela de Robert Graves —uno de los máximos conocedores de la antigüedad griega— narra la historia de una notable princesa siciliana, Nausícaa que vivió setecientos cincuenta años antes de Cristo, salvó el trono de su padre de las ambiciones de los usurpadores y a sus dos hermanos de una muerte violenta, librándose ella misma de un desagradable matrimonio gracias a la inesperada ayuda de un noble cretense que había naufragado en las costas do Sicilia. Esta historia, en la que el lector reconocerá una variante de un episodio de la Odisea, fue escrita por Robert Graves en 1955, cuando estudiando los mitos griegos creyó reconocer la validez de una curiosa hipótesis enunciada en 1896 por Samuel Butlor, y que atribuía el poema a la inspiración de una joven princesa siciliana (la que se habría retratado a sí misma en el personaje de Nausícaa). La Odisea que hoy conocemos no sería en verdad sino la versión femenina de un poema homérico anterior, protagonizado por una Penélope adúltera que cedio a los reclamos de todos sus pretendientes. Graves cree que esta hipótesis es irrefutable (ya Apolodoro había citado una tradición según la cual el verdadero escenario del poema sería la isla de Sicilia) y ha recreado en estas páginas fascinantes las circunstancias que impulsaron a Nausícaa a escribir la Odisea, sugiriendo además de qué modo, como hija honoraria de Homero, logró que el poema fuese incluido en el canon oficial.
Esta original e inspirada novela de Robert Graves —uno de los máximos
conocedores de la antigüedad griega— narra la historia de una notable
princesa siciliana, Nausícaa que vivió setecientos cincuenta años antes de
Cristo, salvó el trono de su padre de las ambiciones de los usurpadores y a
sus dos hermanos de una muerte violenta, librándose ella misma de un
desagradable matrimonio gracias a la inesperada ayuda de un noble
cretense que había naufragado en las costas do Sicilia. Esta historia, en la
que el lector reconocerá una variante de un episodio de la Odisea, fue
escrita por Robert Graves en 1955, cuando estudiando los mitos griegos
creyó reconocer la validez de una curiosa hipótesis enunciada en 1896 por
Samuel Butlor, y que atribuía el poema a la inspiración de una joven
princesa siciliana (la que se habría retratado a sí misma en el personaje de
Nausícaa). La Odisea que hoy conocemos no sería en verdad sino la versión
femenina de un poema homérico anterior, protagonizado por una Penélope
adúltera que cedio a los reclamos de todos sus pretendientes. Graves cree
que esta hipótesis es irrefutable (ya Apolodoro había citado una tradición
según la cual el verdadero escenario del poema sería la isla de Sicilia) y ha
recreado en estas páginas fascinantes las circunstancias que impulsaron a
Nausícaa a escribir la Odisea, sugiriendo además de qué modo, como hija
honoraria de Homero, logró que el poema fuese incluido en el canon oficial.
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Me encogí de hombros.
—Ojalá supiese por qué, padre. Pero el corazón me asegura que ambas están
de acuerdo.
—¿Qué estás tratando de decirme? —me preguntó con ferocidad.
No parpadeé.
—Que Laodamante no zarpó en barco alguno.
—Deja de bromear, niña. Todo el mundo sabe que zarpó.
—Todo el mundo sabe que Helena huy ó a Troy a con Paris: ¡o casi todo el
mundo, menos tú! El hecho de que estés solo con tu opinión no significa que estés
equivocado, como no demostró que Laocoonte estuviese errado cuando les dijo a
los incrédulos troy anos que el caballo de madera estaba repleto de enemigos
armados.
Eso lo frenó en seco.
—Ah, ¿de modo que Laodamante se fue a alguna parte por tierra? ¿Quizá a
unirse a tu rebelde hermano Halio entre los siquelios? Es posible, pero no
probable. ¿Por qué no lo vio nadie en el camino?
Volví a encogerme de hombros.
—Permíteme que te diga, padre, lo que la diosa Atenea me ha puesto en la
cabeza: Laodamante no ha salido de Drépano.
Me lanzó una mirada escudriñadora, como si temiese por mi cordura, y salió
dando un portazo. Un gran trozo de y eso cayó de detrás de la jamba; tenía la
forma de una daga.
Un barco acababa de anclar en el puerto del norte: una nave de treinta remos,
de Tafos, con un cargamento de lingotes de hierro calibeos, en viaje a las minas
de cobre de Temesa, en el sudoeste de Italia. Su capitán, primo del rey de Tafos,
nos visitó en palacio, y luego de haber sido agasajado en forma acorde con su
rango, mi padre, como de costumbre, le preguntó si tenía alguna noticia de
Laodamante.
No traía ninguna, pero se mostró liberal en consejos.
—Rey y señor: resulta claro que su ausencia te está roy endo el corazón como
lo haría un ratón con uno de esos espléndidos quesos elimanos, y entiendo que
sólo puedes hacer una cosa. Primero: enviar a algún miembro responsable de tu
casa a la arenosa Pilos, adonde, como es el centro del comercio de ámbar, es
natural que tu hijo hay a ido a comprar su collar. Si los de Pilos no tienen noticias,
llóralo por ahogado, regresa y levanta un cenotafio digno de su fama. Después
envía a tu quisquillosa nuera de vuelta a la casa de su padre, junto con lo que éste
pagó para el casamiento; y que allí vuelva a casarse. ¿Para qué tenerla aquí, mi
rey y señor, gimoteando y doliéndose sin cesar? Un tuerto podría ver que la
señora Ctimene deprime tu espíritu y los de tus admirables servidores.
—Sí —convino mi padre—, y ni siquiera me da nietos.
—Pues bien —continuó el de Tafos con vivacidad—. ¿Quién puede ir a Pilos?