Almacigo
Compilado de poemas inéditos de Gabriela Mistral editado por la Corporación Patrimonio Cultural de Chile
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134 Almácigo Po e m a s In é d i t o s d e Ga b r i e l a Mi s t ra l Locos Hombres 135
El Va g a b u n d o II
Reg r e s o de he r m a n o
Pasó la puerta el vagabundo,
ojeó la casa, halló el asiento.
Tres rutas, tres lo atravesaban
de parte a parte; matorrales
la flaca nuca repasaban.
Entraba el viento en lo cerrado,
pelambre de cabras y galgos
le corrían por las rodillas.
Chisporroteó agitado el fuego,
salta con manos altas
reconociéndolo.
Nada decía y lo decían
todo las hojas mechadas.
Barro traía como un castor,
más polvo que la tornada.
Y lo liso y lo manido
y acostumbrado, muros y mesas,
de turbados quebraban el gesto
y sus perfiles descomponían.
El seguía aun rayado
y revuelto de hojazones,
de nubes y cosas movedizas.
Esperábamos, esperábamos
para hablarle que él sacudiese
cuanto traía a la espalda
y en los zapatos de costras secas.
Por no lanzarle una agujilla
de interrogación, calladas
y quietas como tres madres,
del ansia calladas y quietas.
Y él en la sala sin ver soltaba
motas vagas, abejorros,
ramillas y bayas secas
y conchillas de costa, piedrecillas.
Vino la bandeja, la taza
de café negro y clara nata,
se le alargó y fue tomada
y todavía esperamos
el relato de la ruta,
el que los brazos se movieran
en ademanes que contasen,
y que piernas recogidas
con alivio descansasen.
El fuego a llamas impertinentes
casi hablaba, lengüeteándole
las rodillas ariscas y heladas
en lebrel que festeja a su amo
(y al que su amo no reconoce).
Yo no quería que él nos dijese
ni su verdad ni su mentira,
y ellas volviéndose en las sillas
querían oír, sí, aguardaban.
Se quedó allí sin pedir lecho,
no más mirando los alimentos,
como que si leche, nata y azúcar
fuesen discos o pellas de plata
y el sollamo de carne un poniente
y las fresas, mejillas del hijo.
Santa Bárbara 1948
Él volvía al racimo de amigos
donde siempre estuvo alzado en la grapa de oro.
Los cinco hermanos en torno a la mesa,
como siempre estuvieron para la dicha,
husos cruzándose que hacían la tela juntos,
picos de la estrella que ardía rasgando la noche,
sentados otra vez como antes estaban sentados.
Le miramos con los ojos y con las entrañas.
Venía de vuelta de ciudades.
Como la astilla del barco traía pegadas algas y corales
y lo lamíamos con los ojos como al cachorro la loba buena,
los cinco sentados, con algo de padres y madres.
No había envejecido y en vez de eso llegaba
fuerte de frutos cálidos, de barros genésicos y rojos amores;
como siempre llegaba cuando iba lejos,
vela yodada y salada traía su cuerpo
a sus hermanos que no viven a orillas del mar.
Él nos miró sin hallarnos hermosos
ni en cuanto a hombres ni en cuanto a hermanos de juego.
Él miró la casa sin hallarla perfecta
ni de vejez ni de fantasmas ni de antiguo amor.
Dejamos caer las frases de sésamo para ayudarle
su recuerdo y le pusimos mezclados los frutos y los potes de miel,
las viejas cerámicas y los viejos semblantes
diciendo sus nombres que han labrado su lengua.
Los frutos repasaba con desgano;
el agua estaba sin alabanza, oyó los nombres sin sonreírles.
Poco a poco le fuimos viendo
como el cristal mojado que se seca dejando ver,
mirada húmeda volvía bellamente.
Cara de carne que tuvo, planos traía de largos diamantes.
La voz se le había quedado lejos y no caía a nuestros pechos
ni en nuestras manos ni en nuestra casa.
Buscando su voz los cinco hermanos seguíamos mirándole
y por traerla le contamos qué habíamos hecho.
Alfonso, resinas de las que halló el secreto,
Enrique, tapices de un bosque cortado de galgos,
Antonio, sus cobres patéticos, y yo, canciones,
veinticuatro silbos de viento y en ellos la suya.
Queríamos todos hacerle contar y sabíamos
que siempre Mayor hizo más que nosotros,
y porque estaba cargado y ceñido de vida
descargarlo quisimos como cornucopia.
Su mano en la mesa confesaba compases y
decía mando de hierro y cuerdas y saltaba vivaz como un fuete.