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Almacigo

Compilado de poemas inéditos de Gabriela Mistral editado por la Corporación Patrimonio Cultural de Chile

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60 Almácigo Po e m a s In é d i t o s d e Ga b r i e l a Mi s t ra l Amor 61

La fl o r e s t a de mi pe c h o *

Med i o d í a

La floresta de mi pecho

no ha ascendido a mis palabras.

En ningún verso he puesto

lo que mueve mis entrañas,

en ningún verso ha quedado

temblando cual perla mi alma.

Llevo toda mi ansia viva,

toda mi copa colmada.

El que se entregó es dichoso,

el que se derramó calla.

De mi plenitud yo paso

enloquecida y cegada.

Se expresó el cactus en sangre

y en torrentes las montañas.

Se dio la madre en el hijo

y éste se dio en las miradas.

Todos, todos se entregaron

y yo camino colmada.

Mi estrofa quedó de sangre

y de cicutas anegada

pero aun va más desbordante

que río en deshielo mi alma.

Digo a mi Dios una nueva

una terrible plegaria:

Señor déjame despeñar

mis entrañas como tus aguas.

Yo busqué el canto de agua y sangre

de Longinos, la lanza

para que abriera el costado

y me derramara el alma

pero solo hirió pasando

y por la herida menguada

como un hilo ruin de sangre

descienden las palabras.

Sentado estaba, arribado a mi casa,

en el reposo de aquellos que han vuelto

y me miraban sus ojos profundos

que son dulces después de ser fuertes.

Estaba sentado en mi casa y mi mesa

y era potente, no era más que eso.

Hablaba cosas pueriles y grandes,

devanando en ovillo luceros

y al final del juego

los dos nos mirábamos

y nos sabíamos ambos devueltos.

Anduvimos lejos y vagabundos

y no supimos sino en el regreso

todo lo lejos que ambos anduvimos

en el rodear y tantear de los ciegos.

Donde buscamos nunca supimos,

pero supimos no hallarnos completos

en los falsos reinos y las falsas rutas

y por saberlo hicimos el regreso.

Y esta era la dicha, tan llana:

me miraban sus ojos

como el olivo, y color del olivo,

a tiempos dulces y a tiempos lejanos.

Le dio la casa una sola mirada

de sumisión y reconocimiento

y él recibió la casa y la mujer

transidas de espera y de tiempo.

El muro baldío, mi cara en el muro,

las cerámicas, el reflejo y los espejos

eran perfectos por primera vez

habiendo dueño y mirando a su dueño.

Antes que él las tornase, las cosas

y la mujer estaban en su pecho

y se sentían lo mismo que yo

nutridas y apoyadas en su pecho.

Y esta era la dicha tan simple:

me miraban sus ojos muy rectos

y le miraban mis ojos mirados

de saberlo a su casa devuelto.

Ahora de nuevo sueltos y aventados

como siempre estuvimos, pero no como siempre.

En la noche vacía o la tarde vacía,

rechazando la luz, esta hora nos vuelve.

Rehusando el sustento, que nos dan tierra,

el maná conocido a la boca viene

apartando la mano golpes de paisaje

la hora sigue parada y perenne.

Como dura en las tablas de Flandes

del Donador o del Cristo yacente,

parado en el tiempo nuestro milagro

nos mantiene callados y ardientes

y el hallazgo, apretado en el puño,

nos conserva los brazos sin muerte.

*Versión anterior a la publicada el 9 de febrero de

1920. Ver página 368 de Recopilación de la Obra

Mistraliana 1902 – 1922, por Pedro Pablo Zegers.

(No precisa en qué diario o revista apareciera).

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