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Revista-USAC-No.-32

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Relato de Juan B. Juárez<br />

que por otro lado, está destinado al olvido casi inmediato. Pero mi indecisión<br />

no va por allí. Después de todo ese tiempo, a mí tampoco me importan su<br />

fama efímera ni sus méritos permanentes.<br />

El caso es que en su momento yo lo amé con locura y él no me correspondió<br />

con la misma intensidad, absorbido como estaba por ese mundo artístico<br />

del que ya nunca salió, y que yo, por mi extrema juventud —mi confusión<br />

de adolescente sería más exacto—, o porque decididamente no era lo mío,<br />

no pude seguirlo por mucho tiempo. Para mí era un locura o una excentricidad<br />

muy propia de un joven que quiere distinguirse entre la multitud de<br />

hermanos y de amigos que siempre inundaban su casa, preocupados más por<br />

el futbol, los cantantes de moda y las incipientes aventuras amorosas que por<br />

los acontecimientos políticos que enturbiaban la vida cotidiana de aquellos<br />

años aciagos.<br />

Con los años, y ya en la facultad de Humanidades, a la que todavía lo<br />

acompañé un par de semestres, tuve que reconocer que sus inclinaciones<br />

artísticas e intelectuales no eran una simple locura sino que con ellas seguía<br />

algo así como el impulso más profundo de una vocación o un destino.<br />

Demás está decir que ya no eran sólo los libros, las bibliotecas y el tiempo<br />

que le dedicaba a la lectura y a la redacción de los trabajos de clase, sino<br />

también las discusiones con los compañeros, que se prolongaban hasta casi<br />

la medianoche y que, en mi caso, me significaban serios disgustos con mis<br />

padres que veían en peligro mi decencia y el honor del apellido. Yo era una<br />

chica de casa, egresada de colegio católico, de padres trabajadores, esforzados<br />

en progresar en lo económico y lo profesional, que desconfiaban del arte<br />

y la política hasta el grado de considerarlos como una especie de introducción<br />

al mal y a todos los vicios y perversidades que marcan la decadencia de<br />

la época y de la humanidad.<br />

Al poco tiempo a esas discusiones también empezaron a llegar otro tipo de<br />

personajes que hasta a mí me asustaron y llenaron de desconfianza. Los primeros<br />

eran los pintores y dibujantes que llevaban sus obras de crítica social<br />

y política, como decían ellos, y sobre las cuales los estudiantes y los otros<br />

invitados, obviamente experimentados oradores, opinaban incansablemente,<br />

no tanto sobre la calidad estética de las imágenes cuanto sobre el “contenido”<br />

de los cuadros, es decir las atrocidades que recogían de la mismísima<br />

realidad circundante. Todos hablaban con pasión, y algunos hasta lúcida y<br />

brillantemente.<br />

Antonio, mi Antonio, se estaba convirtiendo no sólo en un estudioso del<br />

arte sino en un intelectual comprometido con las grandes causas sociales,<br />

dueño de una autoridad moral que justificaba su indignación y su deseo de<br />

cambiar el estado de cosas que rige en este país desde hace siglos, a cambiar<br />

el mundo, como, según decían, le corresponde a cada nueva generación.<br />

Eran los tiempos en los que empezaba la represión política que preludiaba<br />

ya la guerra civil, y las reuniones y discusiones ya no se limitaban a la cafe-<br />

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