Revista-USAC-No.-32
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Relato de Juan B. Juárez<br />
Una tarde cuando ya no esperaba que nada sucediera en mi vida, tocaron<br />
a la puerta de mi apartamento. Era Antonio. Se había enterado de mi tragedia<br />
y decidió buscarme para ofrecerme la ayuda y algún tipo de consuelo<br />
que me pudiera sacar de aquella crisis que tenía alarmados a mis padres. En<br />
verdad, fueron ellos los que le contaron y lo convencieron de hacerme aquella<br />
visita que me dio por creer que era espontánea y casual sin darme cuenta<br />
de su carácter humanitario y como paternalista. Y debo confesar que estuve<br />
a punto de caerme con la sorpresa y que no pude ocultar la alegría profunda<br />
que sentí en mi interior y que seguramente se traslucía en mi rostro turbado<br />
y tembloroso.<br />
Su inesperada visita y su conversación casual y optimista me hicieron<br />
mucho bien y casi no me percaté del cinismo que se escondía en sus nuevos<br />
“principios y estrategias ideológicas”, por llamarles de alguna manera. <strong>No</strong><br />
es que haya concebido nuevas esperanzas amorosas que cegaran mi espíritu<br />
crítico, sino fue simplemente el calor de un afecto que me pareció sincero y<br />
sin segundas intenciones. Quedó de llamarme para ver si alguna noche de<br />
esas me sentía con ánimos para salir a cenar y tomarnos una botella de vino,<br />
como en los viejos tiempos, solos los dos, sin la bulliciosa compañía de los<br />
revoltosos compañeros de nuestra juventud revolucionaria. Y así fue.<br />
A los pocos días me llamó y esa misma noche fuimos a un restaurante<br />
que estaba de moda por aquellos días, con mucha gente y mucha luz como<br />
para que nadie pensara que se trataba de una reunión romántica. Seguía<br />
soltero, pero no porque le faltaran las mujeres sino porque le interesaban<br />
más sus libros, sus estudios y también las clases que impartía y que se le<br />
daban muy bien. Las mujeres ahí estaban, pero pronto se ponían exigentes<br />
y se aburrían que la relación, según él, hermosa como era, no evolucionara<br />
a algo más serio, y terminaban por dejarlo. Y él, contento de que se alejaran<br />
sin violencia, sin escenas patéticas, ni resentimientos, sino más bien felices,<br />
con la autoestima en alto por haber tomado una decisión inteligente, madura<br />
y oportuna.<br />
Algo que, obviamente, en su momento yo no pude hacer, y de allí que la<br />
cena terminara secretamente muy mal para mí. Ciertamente Antonio no tenía<br />
segundas intenciones para conmigo, ni primeras ni terceras, a decir verdad.<br />
Él, en lo emocional, no había cambiado nada. Seguía siendo el mismo de<br />
siempre aunque con el cinismo más pronunciado que en los días de nuestra<br />
juventud, pero inconsciente de ese rasgo que se le escondía a las luces de sus<br />
ambiciones académicas y literarias.<br />
<strong>No</strong> esperaba, sino estaba seguro, sin mucha emoción por cierto, que yo<br />
caería otra vez en sus brazos y que lo amaría intensamente mientras él seguiría<br />
concentrado en sus lecturas, en las conversaciones con sus estudiantes<br />
o en la escritura de sus ensayos, que yo funcionaría para él justamente<br />
como si fuera una copa de vino que resulta estimulante mientras uno no se<br />
emborrache, se enamore o se vuelva adicto. Pero de todas maneras, fue una<br />
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