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Revista-USAC-No.-32

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Relato de Juan B. Juárez<br />

Antonio sospechó que el supuesto traidor también lo había descubierto a<br />

él y se le adelantó a “madrugárselo”. Como al mes tuvimos algún indicio<br />

que confirmaba esta sospecha y decidimos revisar su pequeña maleta. Allí<br />

estaban las pistolas pero no había ninguna maleta de dinero que pudiéramos<br />

entregar a su familia, a quien ya habíamos localizado en una de las covachas<br />

que se levantaban a la orilla de la línea del ferrocarril. Con el armamento Antonio<br />

decidió que por el momento lo mejor era que él mismo lo conservara, y<br />

así lo hizo durante algunos meses, hasta que finalmente lo vendió a unos sus<br />

amigos finqueros de la Facultad de Agronomía.<br />

Para mí fue una pequeña decepción, pero que la dejé pasar sin prestarle<br />

demasiada atención al significado del gesto de deshacerse de las cosas de un<br />

amigo que había jugado en nuestras vidas y en nuestra formación política un<br />

papel simbólico tan importante.<br />

***<br />

Fue por esta época en que empecé a separarme de él, o mejor dicho que<br />

él empezó a abandonarme. Él dejaba todo por ir a la reunión, sin importarle<br />

mi estado físico o emocional, mi gana de seguir durmiendo o cogiendo, y de<br />

nada valían mis airados reclamos inmediatos ni mis silenciosos y tozudos<br />

resentimientos posteriores. Me dejaba sola, ahogándome en un mar de lágrimas,<br />

en una tormenta de ira o en un frío desierto de soledad y abandono.<br />

Finalmente dejé que se fuera. Me resigné a vivir sin él, aunque durante<br />

mucho tiempo, demasiado diría hoy, con la seguridad y la angustia de que<br />

se estaba involucrando en asuntos demasiado peligrosos que le podían traer<br />

muchos problemas no sólo con la ley sino también con las fuerzas oscuras<br />

que, atrás de los entramados legales, no se tentaban el alma para secuestrar,<br />

torturar, asesinar y desaparecer a la gente, y hacerla aparecer de nuevo en<br />

alguna banqueta de algún barrio céntrico o en la cuneta de algún camino<br />

marginal como un mensaje macabro y amedrentador. Pero mi Antonio estaba<br />

decidido, aunque según yo lo más seguro es que “lo habían decidido” con<br />

una especie de lavado de cerebro, y su vida estaba entonces ya más allá de<br />

mis ruegos y súplicas, de mi sentido común y de mi instinto de conservación.<br />

Y él simplemente se fue. Ni siquiera hizo el intento de convencerme o<br />

de postergar su partida hasta que me sintiera más calmada, y mientras se<br />

alejaba ni siquiera volteó la vista como para, a manera de despedida, verme<br />

por última vez. Luego, ni una llamada, ni una carta, ni un mensaje a través<br />

de un amigo o conocido. <strong>No</strong> es que se hubiera ido a la montaña o enrolado<br />

en la guerrilla urbana, sino simplemente se había liberado de mí, me había<br />

hecho a un lado como si se tratara de un lastre que le dificultara andar por los<br />

caminos que quería para su vida, casi lo mismo que lo que había hecho con<br />

las pistolas de Julio. Fue para mí un descubrimiento demasiado doloroso, y<br />

por allí empieza eso de no saber si me agradó verlo triunfante en esa revista,<br />

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