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CARMILLA
El castillo es una ruina, y la aldea está abandonada. Hace
medio siglo que no se vislumbra el humo de una chimenea
en ese lugar. Y ninguna de las casas tiene techo ya.
—Tiene usted razón –dijo el general–. Me he enterado de
todo eso desde la última vez que nos vimos. Y he aprendido
muchas cosas que le van a sorprender. Pero mejor narro
todo en el orden en que los eventos ocurrieron. Usted conoció
a mi querida sobrina; mejor dicho, mi niña, como yo
la llamaba. Ninguna criatura más hermosa. Hace apenas tres
meses estaba en la flor de su juventud y su belleza.
—Es verdad, ¡la pobre! –dijo mi padre–. La última vez
que la vi estaba hermosa. Su muerte me dolió más de lo que
le puedo decir, mi querido amigo. Sé que para usted fue un
golpe terrible.
Tomó la mano del general y la apretó. Los ojos del viejo
militar se llenaron de lágrimas y no hizo ningún esfuerzo por
ocultarlas.
—Hace muchos años que somos amigos –dijo–. Sabía
cómo me acompañaba en mi dolor, yo que no tengo hijos
propios. A Bertha la quería con un amor especial, y ella me
correspondió con un afecto que llenó de alegría mi hogar y
me volvió la vida feliz. Ya nada de eso existe. No estoy destinado
a vivir muchos años más sobre la tierra. Pero antes de
morir, con la ayuda de Dios, espero poder cumplir un servicio
a la humanidad. Espero colaborar con la venganza del
Cielo contra los malvados que asesinaron a mi pobre niña en
la primavera de sus esperanzas y de su belleza.
—Hace un momento –dijo mi padre–, usted prometió
contarnos todo en el orden en que ocurrieron las cosas. Hágalo,
se lo ruego. Le aseguro que me incita algo más que una
mera curiosidad.
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