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CARMILLA
—Por supuesto. ¿Tú crees que los espíritus malignos se
asustan con una tirita de tela, o con los perfumes que se
compran en la farmacia? No, estos seres andan por el aire
y empiezan con un ataque a los nervios, para así infectar el
cerebro. Pero antes de que te agarren, el antídoto los repele.
Eso es lo que nos ha hecho el amuleto, estoy segura. No tiene
nada de magia. Es simplemente natural.
Habría estado más contenta si hubiera podido estar totalmente
de acuerdo con Carmilla. Pero hice lo que pude por
creerle, y se mermaba la fuerte impresión que la experiencia
había dejado en mí al inicio.
Durante las noches siguientes dormí bien. Sin embargo,
cada mañana sentía esa misma pereza y una languidez que
pesaba en mí por el resto del día.
Me sentí como otra persona. Me entregaba a una extraña
melancolía, una melancolía de la que no hubiera querido
salir. Vagos pensamientos acerca de la muerte me invadían.
Y la idea de que me estaba hundiendo lentamente empezó
a poseerme con suavidad. Y de alguna manera, a aquella
sensación le daba yo la bienvenida. Aunque triste, el estado
mental que esto producía era dulce también.
Sea lo que fuera, mi alma lo aceptó sin la menor prevención.
No admitiría que estaba enferma. No le contaría a mi
papá, ni permitiría que me fueran a traer el médico.
Carmilla dedicó más tiempo que nunca a consentirme, y
sus extraños paroxismos de lánguida devoción ocurrían con
más frecuencia.
Se regodeaba en mi mal con un ardor que se incrementaba
a diario en la medida en que mi fuerza y mi espíritu se
debilitaban. Cosa que me alarmaba, como si fuera una momentánea
manifestación de locura.
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