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CARMILLA
sobre un lado con dos ruedas en el aire; los hombres se dedicaban
a soltar los tirantes del arnés; y una señora, de aspecto
imponente y de un aire imperioso, había descendido del
coche y quedaba de pie retorciéndose las manos y, de vez en
cuando, levantando un pañuelo para enjugarse los ojos.
Acto seguido, por la portezuela de la carroza sacaron en brazos
a una mujer joven, aparentemente sin vida. Mi viejo y querido
padre ya se encontraba al lado de la señora, sombrero en
mano, evidentemente ofreciendo su ayuda y los recursos de su
castillo. La señora parecía no escucharlo, o más bien no poder
hacer otra cosa que observar a la delgada muchacha a quien
pusieron a descansar en el terraplén.
Me acerqué. La muchacha se veía aturdida, pero por fortuna
no estaba muerta. Mi padre, que se preciaba de poseer buenos
conocimientos médicos, acababa de colocar los dedos en su
muñeca, y le aseguraba a la señora, quien se declaró ser madre
de la joven, que su pulso, aunque tenue e irregular, todavía se
distinguía, sin la menor duda. La señora se juntó
las manos y miró hacia el cielo, como una expresión momentánea
de gratitud. Pero irrumpió en seguida con un gesto
dramático y teatral que, según entiendo, es natural en ciertas
personas.
Era lo que llaman una mujer atractiva para sus años, y habrá
sido muy hermosa cuando joven. Era alta, pero no demasiado
delgada, vestía terciopelo negro y, aunque pálida, su cara revelaba
una persona soberbia y acostumbrada a mandar, a pesar de
estar ahora extrañamente agitada. Me acerqué para verla mejor.
—¿Existe otra que haya nacido para aguantar tantas calamidades?
–le oí decir, nuevamente retorciéndose las manos–.
Heme aquí en un viaje de vida o muerte, un viaje en
el que perder una hora significa posiblemente perderlo todo.
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