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CARMILLA
Mi padre llevaba en la mano una lista que leía en voz alta
mientras el artista hurgaba entre los guacales para encontrar
el número correspondiente en cada caso. Dudo que las pinturas
hayan sido muy buenas, pero ciertamente eran muy viejas,
y algunas muy curiosas. Tenían un especial mérito para
mí, pues las estaba viendo por primera vez, ya que, antes de
que fueran limpiadas y restauradas, el polvo y la pátina de los
siglos las habían dejado en un estado tan lamentable que era
imposible apreciarlas.
—Allá puedes ver un óleo que estaba esperando –dijo
mi padre–. En una esquina, allá arriba, está el nombre. Si no
estoy mal dice «Marcia Karnstein» y la fecha «1698». Tenía
ganas de ver cómo había quedado.
Yo me acordaba del cuadro. Era bastante pequeño, de unos
quince centímetros aproximadamente, cuadrado, sin marco.
Pero era tan viejo y había estado siempre tan cubierto de mugre,
que nunca pude verlo bien. Ahora el joven restaurador lo
presentó con evidente orgullo. Era hermoso. Asombroso.
Parecía vivo. ¡Era la auténtica imagen y semejanza de
Carmilla!
—Carmilla querida. Es un milagro. Aquí estás tú, sonriendo,
a punto de hablar, en este cuadro. ¿No te parece hermoso,
Papá? Mira, hasta tiene el pequeño lunar en el cuello.
Mi padre se rió y dijo:
—De verdad, el parecido es formidable.
Pero. para mi sorpresa, no le dio importancia y siguió hablando
con el restaurador, quien tenía mucho de artista, y mantuvo una
conversación inteligente con mi padre acerca de los retratos y otras
obras que su trabajo acababa de revelar con toda su luz y color.
Mientras tanto, yo me entregué a la contemplación del retrato, maravillándome
ante lo que era, sin duda, la cara misma de Carmilla.
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