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CARMILLA
aquellos pasillos secretos que la vieja ama de llaves decía que
existían en el castillo, según la tradición, pero que ya nadie
sabía dónde se encontraban. Sin duda, pensé, con el tiempo
sabremos la explicación, por más desconcertados que estábamos
en ese momento.
Eran más de las cuatro de la mañana, y yo decidí pasar el
resto de la noche en la habitación de madame Perrodon.
El alba llegó, sin ninguna solución del misterio. Todo el
mundo, con mi padre a la cabeza, amaneció en un estado de
confusión y agite. Se buscó en cada rincón del castillo. Algunos
salieron a explorar dentro del bosque. Pero no se encontraba
ningún vestigio de Carmilla. Se contemplaba la posibilidad
de dragar el río. Mi padre estaba angustiado. ¿Cómo
contar lo sucedido a la madre de la pobre niña cuando regresara?
Yo también estaba adolorida, pero mi sufrimiento era
de otro orden.
Pasó la mañana entre la angustia y la agitación. Llegó la
una de la tarde, y aún no había noticia alguna. Yo subí la escalera
y entré en la alcoba de Carmilla, y allí estaba ella al pie
del tocador. Quedé de una sola pieza. No podía creer lo que
estaba viendo. En silencio, con un gesto de su dedo tan bonito,
me señaló que me acercara. Llevaba una expresión de
mucho temor. Me lancé a sus brazos en un éxtasis de alegría.
La abracé y la besé una y otra vez. Corrí a buscar la campana
y la toqué con vehemencia para que los demás llegaran al
lugar y así poder aliviar la angustia de papá.
—Querida Carmilla, ¿dónde has estado todo este tiempo?
Hemos estado muertos de la angustia buscándote. ¿Dónde
estabas? ¿Cómo regresaste?
—Fue una noche de maravillas –me dijo.
—Por el amor de Dios, explícate.
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