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CARMILLA
Pero se le desvaneció la sonrisa cuando el médico, con
cara de solemnidad, le señaló que se acercara.
Mi padre y el médico conversaron durante un buen
rato al lado del mismo ventanal. Se veían muy serios y
agitados. Allá en la biblioteca, que es muy grande, madame
Perrodon y yo quedamos de pie en el extremo más
lejano, muertas de la curiosidad. No podíamos entender
una palabra de la conversación, pues mi padre y el médico
hablaban muy quedo, y el nicho de la ventana prácticamente
los ocultaba. De mi padre apenas se le percibía un
pie, el brazo y el hombro. Y sus voces resultaban aún más
inaudibles debido a una especie de ropero formado por la
gruesa pared.
Había pasado bastante tiempo antes de que mi padre mirara
en nuestra dirección. Se le notaba el rostro pálido. Vi
que estaba pensativo, y me pareció angustiado también.
—Laura, querida, ven acá por un instante. Madame, no la
vamos a molestar más por el momento.
Obedeciendo órdenes, me acerqué hacia donde estaba mi
padre y el médico. Por primera vez me sentí alarmada porque,
aunque estaba muy débil, no creía que estaba enferma.
Y la fuerza es algo que uno puede volver a tener en cualquier
momento. Al menos así pensaba yo.
Mi padre me extendió la mano, pero miraba hacia el médico
y dijo:
—Sin duda es muy extraño. Confieso que no acabo de entenderlo
del todo. Laura, querida, ven acá y oye lo que dice el
doctor Spielsberg. Y mantén la calma. Hablaste de la sensación
de dos agujas que te penetraban la piel cerca del cuello la
noche que tuviste tu primer sueño horrible. ¿Todavía te duele?
—No, papá. Ya no.
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