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CARMILLA
La sirvienta regresó inmediatamente y me dijo que, para
la niña, sería lo mejor que se podía esperar.
Puede usted tener la certeza de que no me demoré nada
en aprovechar ese permiso.
A nuestra invitada le habían asignado una de las habitaciones
más elegantes de nuestro castillo. Era, tal vez, excesivamente
majestuosa. Al pie de la cama colgaba una tapicería
que representaba a Cleopatra apretando el áspide contra su
pecho. Otras escenas clásicas, un poco desteñidas, adornaban
las demás paredes. Pero había algunas tallas de oro, además
de otros objetos del decorado de colores lo suficientemente
ricos y variados como para contrarrestar lo sombrío de las
viejas tapicerías.
Al lado de la cama habían prendido unas velas.
Ella estaba sentada, su delgada y bella figura envuelta en
una bata de seda con bordado de flores y forrada de una seda
más gruesa, una prenda con la que su madre le había cubierto
los pies mientras yacía en el suelo.
Cuando llegué al borde de la cama y estaba a punto de
saludarla, ¿qué cosa fue la que me dejó muda y me hizo echar
atrás ante su presencia? Se lo voy a decir. Vi la misma cara
que me había visitado aquella noche en mi infancia y que
había quedado tan fija en mi memoria, y sobre la que había
rumiado con frecuencia, y con horror, a lo largo de los años,
cuando nadie imaginaba en qué estaba pensando.
Era una cara bonita –diría que bella–, y cuando la vi por
primera vez tenía esa misma expresión melancólica. Pero esa
expresión cambió casi instantáneamente y se convirtió en
una extraña e inmóvil sonrisa de reconocimiento.
Siguió un silencio de al menos un minuto y luego, finalmente,
ella habló. Yo no podía.
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