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CARMILLA
—Papá, querido papá –le dije de súbito, poniendo mi
mano en su brazo y mirándolo como quien implora–, ¿por
qué no me cuentas qué es lo que pasa?
—Tal vez –me dijo, acariciándome el pelo.
—¿El médico piensa que estoy muy grave?
—No, hija mía. Piensa que, si tomamos las medidas correctas,
vas a estar muy bien otra vez, en camino a una recuperación
total. En cuestión de días. Pero hubiera querido que
nuestro amigo el general escogiera otro momento. Es decir,
quisiera que tú estuvieras perfectamente bien para recibirlo.
—Pero dime, papá –le insistí–, ¿qué es lo que el médico
cree que tengo?
—Nada. No me debes acosar con tantas preguntas –me
respondió, con una irascibilidad que no le había conocido
nunca.
Luego, viéndome desconcertada, me dio un beso y agregó:
—Vas a saber todo en un par de días. Es todo lo que sé.
Mientras tanto, no debes preocuparte.
Se volteó y salió del cuarto. Pero antes de que yo hubiera
tenido tiempo para reflexionar sobre lo raro de todo esto,
regresó. Fue para decir que pensaba ir a Karnstein. Ordenó
que el coche estuviera listo a las doce del día, y dijo que
madame y yo deberíamos acompañarlo. Quería visitar a un
sacerdote que vivía cerca de ese pintoresco lugar. Un asunto
de negocios, dijo. Y ya que Carmilla no conocía el sitio,
ella podía seguirnos cuando bajara de su habitación. Carmilla
viajaría con mademoiselle, quien llevaría cosas de comer para
hacer un picnic en los predios del castillo en ruinas.
A las doce yo estaba lista. Y a los pocos minutos mi padre,
madame y yo emprendimos el viaje. Después de atravesar
el puente levadizo, volteamos a la derecha y, siguiendo la
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