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CAPÍTULO 5
—¿Papá, me permites colgar este cuadro en mi alcoba?
–le pregunté.
—Por supuesto, hija –me contestó, sonriendo–.
Me alegra que lo encuentres tan parecido a Carmilla.
Tal vez tengas razón. En tal caso el cuadro es aún más
hermoso de lo que yo creía.
La bella joven no reaccionó ante este piropo. Actuó
como si no lo hubiera escuchado. Estaba medio recostada
en una silla y me contemplaba, sus ojos mirándome por
debajo de sus largas pestañas. Luego sonrió como si estuviera
en una especie de éxtasis.
—Y ahora –le dije–, uno puede ver nítidamente el
nombre en la esquina del cuadro. Parece escrito en oro.
No es Marcia. El nombre es Mircalla, condesa de Karnstein.
Lleva puesta una pequeña corona. Y abajo dice A.D.
1698. Yo soy descendiente de los Karnstein. Es decir, lo
era mi mamá.
—Yo también –dijo ella, lánguidamente–. Es un linaje
muy antiguo. ¿Aún viven algunos de la familia Karnstein?
—Ninguno que lleve el nombre, creo. Me dicen que la
familia se arruinó en unas guerras civiles hace mucho tiempo.
Las ruinas del castillo están cerca de aquí, a unos cinco
kilómetros.
—¡Qué interesante! –comentó.
Y, cambiando de tema, dijo:
—Pero mira la belleza de esta noche de luna.
Miró por la puerta principal, que estaba medio abierta.
—¿Por qué no paseamos por el patio –propuso– y miramos
cómo se ve la carretera y el río?
—Me recuerda la noche que tú llegaste –le dije.
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