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CARMILLA LIBRO FINAL HERNÁNDEZ MORENO

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CAPÍTULO 4

Efectivamente, poco a poco mi compañera regresó a su

estado normal. Y con el fin, tal vez, de compensar la impresión

tan sombría que el espectáculo había producido en mí,

se volvió más animada y charladora que de costumbre. Y de

este modo llegamos a casa.

Fue la primera vez que yo había visto que ella mostrara

algún síntoma concreto de la delicada salud de la que su

madre había hablado. También fue la primera vez que había

percibido en ella un temperamento alzado y furioso.

Pero esa muestra de mal genio se desvaneció como una

nube en el cielo de verano, y solo una vez después observaría,

por parte de ella, un signo momentáneo de iracundia.

Voy a contar cómo sucedió.

Un día, cuando ella y yo estábamos mirando a través de

los altos ventanales del salón, observé que un vagabundo

cruzó el puente levadizo y entró al patio interior del castillo.

Lo conocía bien. Solía visitarnos dos veces en el curso del

año. Era un jorobado de cara larga y facciones agudas, características

típicas de personas deformes. Usaba una barba

negra y puntiaguda, y sonriendo como estaba, de oreja a oreja,

dejaba ver sus blancos colmillos. Vestía un tosco lienzo,

rojo y negro, y de las incontables correas y tiras de cuero que

cruzaban su pecho colgaba toda clase de objetos y aparatos.

A sus espaldas cargaba una

lámpara mágica y dos cajas que yo conocía bien; en una

había una salamandra, y en la otra un mandril.

Eran pequeños monstruos que a mi padre causaban mucha

risa. Estaban compuestos de pedazos de micos, loros,

ardillas y peces, con algo de puercoespín, todos secos y luego

cuidadosamente cosidos con hilo para producir un efecto

sorprendente.

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