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CAPÍTULO 3
Y es aquí donde nos tomamos el té, porque papá, con su
consabida tendencia patriótica, insiste en que la bebida nacional
debe aparecer con regularidad, sin descuidar el café y
el chocolate.
Aquella noche estuvimos sentados allí con las velas prendidas
hablando de los acontecimientos de la tarde. Madame
Perrodon y mademoiselle De Lafontaine nos acompañaban.
Nuestra joven visitante apenas se había acostado en la cama
cuando entró en un sueño profundo, y las dos señoras le habían
dejado al cuidado de una sirvienta.
—¿Cómo le parece nuestra invitada? –le pregunté a madame
apenas entró al salón–. Cuénteme todo de ella.
—Me gusta mucho –contestó madame–. Casi diría que
nunca he visto una criatura más hermosa. Es como de la
misma edad tuya, tan amable y querida.
—Sí, es absolutamente bella –añadió mademoiselle, quien
se había asomado por un momento a la habitación de la niña.
—Y tiene una voz tan dulce –agregó madame Perrodon.
—¿Se fijó usted en una dama en el coche, después de
que lo levantaron? ¿Una mujer que no descendió –preguntó
mademoiselle–, sino que únicamente nos observó
a través de la ventana?
—No, no la vimos.
Luego mademoiselle describió una mujer negra, horrorosa,
de turbante rojo, que miraba fijamente
todo el tiempo desde la ventana de la carroza,
asintiendo con la cabeza y sonriendo despectivamente en
dirección de las dos señoras. Sus grandes ojos sobresaltados
brillaban, dijo, y mantenía los dientes apretados en
una mueca de furia.
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