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CARMILLA
—Buenas noches, querida. Es tan difícil despedirme de
ti. Pero te deseo una buena noche. Mañana nos volveremos
a ver. Pero no muy temprano.
Con un suspiro se recostó sobre la almohada, y sus bellos
ojos me siguieron con una mirada amorosa y melancólica.
Nuevamente murmuró:
—Buenas noches, amiga querida.
Los jóvenes se quieren –incluso, se aman– por un impulso.
Me sentí halagada por el evidente aunque, hasta ahí, inmerecido
cariño que me había mostrado. Me había gustado
la confianza con la que me recibió espontáneamente. Ella
estaba decidida a que íbamos a ser amigas íntimas.
Al otro día nos volvimos a encontrar. Y yo estaba feliz
con mi nueva compañera. Es decir, bajo muchos aspectos.
Vista a la luz del sol su belleza no perdía nada; era la criatura
más bella que había visto jamás. Y el desagradable recuerdo
de la cara que se me había presentado en aquel sueño de niña
había perdido el efecto de ese primer momento de reconocimiento.
Ella confesó que había experimentado un miedo
similar cuando me vio, y precisamente la misma vaga antipatía
mezclada con admiración que, en un primer momento,
yo había sentido frente a ella. Nos reímos juntas de nuestros
momentáneos temores.
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