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CAPÍTULO 2
La carta decía lo siguiente:
«He perdido a mi amada hija, pues como tal la quería.
Durante los últimos días de la vida de Bertha no me sentí
capaz de escribirle.
»En un comienzo no tenía ni idea del peligro que corría.
La he perdido, y ahora me doy cuenta de todo, pero demasiado
tarde. Ella murió en la paz de la inocencia, y con la
gloriosa esperanza de un futuro bendito. La culpa toda la
tiene la malvada que traicionó nuestra hospitalidad. Creí que
recibía en mi casa a la inocencia, a la felicidad, a una compañera
encantadora para mi adorada Bertha. ¡Por Dios, qué
tonto he sido yo!
»Doy gracias a Dios que mi niña haya muerto sin sospechar
la causa de sus sufrimientos. Se ha ido sin haber sospechado
siquiera la naturaleza de su enfermedad, ni la maldita
pasión de quien trajo toda esta miseria. Dedicaré el resto de
mis días a la persecución y extinción de aquel monstruo. Me
dicen que existe la posibilidad de que pueda cumplir con mi
propósito, tan justo como misericordioso. Por el momento
no encuentro más que un mero resquicio de esperanza, un
tenue rayo de luz para guiarme. Maldigo mi presumida incredulidad,
mi despreciable afectación de superioridad, mi
ceguera, mi terquedad, todo. Pero demasiado tarde. En este
momento no puedo escribir ni hablar con calma. Mi mente
está turbada. Tan pronto me haya recuperado un poco, pienso
dedicarme durante un tiempo a hacer pesquisas, cosa que
posiblemente significaría un viaje hasta Viena. En algún momento,
cuando llegue el otoño, es decir en un par de meses,
o tal vez antes si aún estoy vivo, espero ir a verlo –es decir,
si me lo permite–, y entonces le contaré lo que en este momento
no me atrevo a poner en el papel.
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