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CARMILLA
Vampiris de John Christopher Herenberg, y mil tomos más,
entre los que sólo recuerdo algunos que prestó a mi padre.
El barón había digerido todo el material que encontró en los
voluminosos procesos judiciales, y de ahí extrajo un sistema
de principios que parecían regir el comportamiento de los
vampiros. En algunos casos, siempre; en otros, sólo ocasionalmente.
Debo mencionar, de paso, que la palidez mortal
que suele atribuirse a esa clase de espectros es pura ficción
melodramática. Al contrario, vistos en la tumba, o cuando se
presentan en compañía de hombres y mujeres, se ven como
personas saludables. Y en sus ataúdes, cuando uno los mira
a la luz del día, exhiben todos los síntomas que pudieron demostrar
la vitalidad vampiresca de la condesa de Karnstein
tantos años después de su muerte.
Nadie ha podido explicar cómo los vampiros se escapan
de sus tumbas durante varias horas del día, antes de regresar
a ocuparlas, sin mover la tierra que las cubre, y sin dejar ningún
indicio de que la tumba haya sido alterada. La existencia
anfibia del vampiro se sustenta con un sueño diario dentro
del ataúd. Su terrible lascivia y gusto por la sangre humana le
proporciona el vigor que necesita durante sus andanzas cotidianas.
El vampiro es propenso a dejarse fascinar con enorme
vehemencia, algo parecido a la pasión amorosa que experimentan
ciertos humanos. En la persecución de estos amores,
el vampiro es capaz de ejercer estratagemas y de mostrar una
paciencia inagotable, ya que su acceso a un objeto particular
podría ser obstruido de mil maneras. El vampiro no descansa
hasta satisfacer su pasión y drenar toda la vida de su víctima
tan ansiosamente deseada. Es capaz de prolongar su goce
asesino con el refinamiento de un Epicuro. A veces, incluso,
cuando quiere saborearla con más fruición, se acerca a su víc-
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